Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Política y Providencia


por Hermana Beatriz Liaño

Opinión

Cuando San Pablo pisó por vez primera suelo europeo, el primer lugar en el que predicó el Evangelio fue Filipos, ciudad del antiguo Reino de Macedonia. A propósito de esta ciudad, escribe Josef Holzner en el libro San Pablo. Heraldo de Cristo: «En otro tiempo vivió aquí un valiente, sano y noble pueblo que, por la atrevida empresa de su joven rey, no solamente fue célebre en el mundo, sino también en el pensamiento de la Providencia ya que, siglos antes, había de preparar al Evangelio el camino sobre la tierra».

¿Quién fue ese «joven rey»? Holzner está hablando de Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno. Se ciñó la corona real con 20 años y apenas trece años después había conquistado uno de los mayores imperios de la humanidad, que se extendía desde su Grecia natal -la Hélade- hasta la India. Su empresa bélica sirvió además para la difusión de la cultura griega y el nacimiento de ese periodo histórico que conocemos como Helenismo.

Pero la gesta de Alejandro Magno llegó más lejos todavía, hasta el punto de ocupar un lugar en la historia del pueblo de Israel y en la misma Biblia, puesto que su nombre es -precisamente- la palabra con la que comienza el Primer Libro de los Macabeos: «Alejandro el macedonio, hijo de Filipo, que ocupaba el trono de Grecia, salió de Macedonia… entabló numerosos combates, ocupó fortalezas, asesinó a reyes, llegó hasta el confín del mundo, saqueó innumerables naciones. Cuando la tierra enmudeció ante él, su corazón se llenó de soberbia y de orgullo». Se había convertido en el hombre más poderoso de la tierra: «Pero después, cayó enfermo y conoció que había de morir» (I Mac 1, 5). Tenía solo 33 años. Tras su fallecimiento, sus generales se repartieron su imperio. El libro sagrado sigue narrando: «Al morir Alejandro todos ciñeron la corona real. Y después, durante muchos años, lo hicieron sus hijos, que multiplicaron las desgracias del mundo» (I Mac 1, 9).

«De ellos brotó un vástago perverso, Antíoco Epífanes» (I Mac 1, 10). En el siglo II a.C., tras saquear Egipto, dirigió su ambición hacia Israel y, en concreto, hacia Jerusalén donde profanó el Templo del Señor y arrasó la ciudad santa.

Pero lo peor estaba aún por llegar. Antíoco Epífanes no se conformó con el poder político, quería también el dominio cultural y religioso. No le bastaba con poseer un gran imperio, quería ser dueño también de las conciencias de sus súbditos: «El rey decretó la unidad nacional para todos los súbditos de su reino, obligando a cada uno a abandonar la legislación propia» (I Mac 1, 41-42). Se prohibió a los israelitas «ofrecer en el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones, y guardar los sábados y las fiestas; se mandaba contaminar el santuario y a los fieles, construyendo aras, templos y capillas idolátricas, sacrificando cerdos y animales inmundos; tenían que dejar sin circuncidar a los niños y profanarse a sí mismos con toda clase de impurezas y abominaciones, de manera que olvidaran la ley y cambiaran todas las costumbres» (I Mac 1, 44-49).

Leyendo este texto me he estremecido, porque parece que estamos ante una crónica de nuestros días en lugar de un episodio de la Biblia que tiene más de 2000 años.

El objetivo de Antíoco Epífanes era que el pueblo de Israel renunciara a la fe en el único Dios, al monoteísmo, para abrazar el paganismo y adorar a los falsos dioses de los griegos. Lo más triste seguramente fue que Antíoco encontró colaboradores a su política entre los judíos de las clases pudientes, incluso entre los sacerdotes

Pero hubo un resto fiel, que prefirió afrontar la persecución y la muerte antes que renegar de su fe: eran los llamados Macabeos que, junto a sus partidarios, permanecieron fieles al Señor hasta la muerte. Con tal de mantenerse fiel a la Alianza, Matatías, el padre de los Macabeos, dejó todos sus bienes en la ciudad para huir a los montes al grito de: «Yo y mi casa seguiremos al Señor» (I Mac. 2, 22).

Fue un periodo durísimo de la historia de Israel. Pero Josef Holzner sigue reflexionando y recuerda que el Helenismo, que tanto hizo sufrir a los israelitas bajo el imperio de Antíoco Epífanes, se convirtió -con el paso del tiempo- en el puente que unió cada puerto del Mediterráneo a través de un idioma común, el griego koiné, y el establecimiento de lazos comerciales, culturales y humanos que, tiempo después, facilitaron mucho la expansión del Evangelio. El trabajo misionero del mismo San Pablo hubiera sido mucho más arduo sin el Helenismo. Y Holzner concluye con estas palabras que se me han quedado grabadas en el corazón: «Aun los más grandes hombres, llámense Alejandro o César, son solo preparadores del camino y criados de Dios».

Si el relato de los Macabeos parece una crónica de nuestro presente, esta frase parece una profecía de nuestro futuro. Así es. Incluso los más grandes enemigos de Dios descubrirán un día que también ellos servían -sin quererlo y a su pesar- a los planes del Omnipotente. Y se llenarán de vergüenza y confusión, porque la Providencia supo poner al servicio de la Redención incluso sus más oscuros pecados, que no por ello dejarán de ser juzgados y castigados.

Contemplando el complejo momento histórico que estamos atravesando a la luz de esta frase, me he llenado de esperanza, porque la Providencia de Dios y el poder transformador de su amor hacen que todo concurra para nuestro bien (cfr. Rm, 8, 28).

El Helenismo preparó el camino a la primera difusión del Evangelio, pero es que, en cada época, la Providencia de Dios ordena las circunstancias de forma que colaboren con sus planes de Redención, también en nuestro tiempo. Y, por difíciles que sean nuestras actuales circunstancias políticas, sociales y religiosas, debemos mantener la certeza de que el Señor lo está ordenando todo al servicio de una purificación que será para nuestro bien.

Eso sí, mientras tanto, debemos permanecer firmes en el puesto que nos toca, como lo hicieron los Macabeos. Eso no quiere decir que tengamos que coger unas armas físicas, sino imitar sus disposiciones interiores y estar preparados para enfrentar una batalla espiritual que va a exigir de nosotros una gran fe, una gran fidelidad y una gran confianza en el Señor.

Los tiempos se están precipitando. Las profecías no dejarán de cumplirse. No bajemos la guardia, no desmayemos. Al contrario, intensifiquemos la vida de oración, la devoción eucarística y mariana. Pidamos al Señor que nos conceda una mirada sapiencial sobre nuestro tiempo, sus circunstancias y protagonistas, para verlo todo desde Él. Y tranquilos, veremos el triunfo del Corazón Inmaculado de María.

Publicado en Info Familia Libre.

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