El misterio de la natalidad
por José F. Vaquero
Un misterio es algo que no se comprende fácilmente, ni totalmente. Con frecuencia usamos el término relacionándolo con la religión y la fe: el misterio de la Santísima Trinidad o de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Hace pocas semanas celebramos uno de esos grandes misterios, el nacimiento en la carne del Dios verdadero: todo un Dios que sin perder un ápice de su divinidad asume verdaderamente la naturaleza humana. Pero estamos rodeados de muchos misterios, realidades que no somos capaces de entender, y que probablemente nunca las entendamos plenamente. ¿Por qué Pepito ha decidido obrar de este modo, bueno, malo o inesperado? Podemos intuir respuestas, pero la causa profunda, en muchas ocasiones, sólo la sabremos si Pepito nos la dice, nos la revela.
Uno de esos misterios, que cobra más fuerza en las semanas navideñas, conviviendo con la epidemia y las nieves, es la natalidad. Tiene que ver con Navidad, la Natividad de nuestro Señor, pero también tiene mucho que ver con los constantes nacimientos, la llegada al mundo de un nuevo ser humano.
El 17% de las parejas, aproximadamente, tienen problemas de fertilidad. Es decir, quieren traer un niño al mundo y no pueden, o no les llega el momento después de 1, 2 o más años. Pero a la vez, y son datos de España, más del 21% de los embarazos terminan en un aborto provocado. Muchas parejas deseando tener un niño, y muchas más descartando a ese niño que ya ha sido concebido, que ya está vivo, según todos los parámetros científicos y biológicos. Un misterio.
En 2018 los pacientes de “clínicas” de fecundación in vitro fueron unos 130.000, con el gasto económico, y sobre todo humano y moral, en vidas producidas, destruidas y congeladas; como mínimo 417.000 embriones congelados o destruidos, únicamente en 2018 en España. Parejas que pagan mucho dinero, un alto precio en dignidad humana y un gran desgaste humano y matrimonial, mientras más de 99.000 niños, ya concebidos, fueron destruidos el año pasado. Y como guinda de este pastel, de esos más de 130.000 pacientes sólo terminan con un niño nacido entre sus brazos una cuarta parte. El año 2018, por ejemplo, nacieron 34.648 niños por técnicas de reproducción artificial.
¿Qué está pasando en nuestra sociedad actual? ¿Cuánto valoramos la vida, la vida del niño que va a nacer? En unos casos la destruimos, parece que nos molesta. Y en otros casos movemos cielo y tierra para conseguirla, incluso saltándonos líneas rojas éticas y humanas, agarrándonos consciente o inconscientemente al dogma relativista de que el fin justifica los medios. ¿Será que el niño, y su vida, nuestra vida, tienen un valor muy relativo? En esta casa el niño concebido que va a nacer les molesta, abortan, y en la de al lado pagan un tratamiento costoso, en muchos sentidos, además de poco eficaz y con abundantes peros morales, para conseguir el hijo.
Esta valoración de la vida del nasciturus, el niño que está por nacer, la trasladamos a la de la vida de la persona vulnerable, discapacitado o anciano. Si no la valoramos al inicio, ¿por qué la valoraremos cuando es débil, cuando molesta nuestra comodidad? ¿Y por qué valoraremos, siguiendo con la misma lógica, la vida del extranjero, del ajeno a mi círculo familiar, del que no piensa como yo?
Por desgracia, estamos perdiendo la admiración ante la vida naciente. El hijo es una cosa que quiero a toda costa, o que en este momento me molesta. Olvidamos que es una persona, y como tal tiene un valor por sí mismo, no porque me realiza como padre o madre, o porque satisface ciertos deseos de permanencia en el tiempo. El hijo, todo hijo, es más grande que su padre y que su madre, no les pertenece como una posesión más: el piso, el coche, el perro, la segunda residencia (ojalá) y el hijo.
¿Profecía fatalista? Espero equivocarme, y que el valor de la vida, de toda vida, recupere el valor que le corresponde.
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