Viernes, 13 de septiembre de 2024

Religión en Libertad

La fecundidad social del matrimonio

Las manos de hombre y mujer sostienen la palabra Forever.
El 'forever [para siempre]' del matrimonio es una fuente de bienes para la sociedad más allá e independientemente de su fecundidad natural. Pero para ello debe afrontar los peligros que lo acechan. Foto: Gabby Orcutt / Unsplash.

por José Francisco Vaquero

Opinión

Cuando oímos estos dos términos, fecundidad y matrimonio, pensamos rápidamente en los hijos nacidos del matrimonio, estos regalos (eso significa don) que Dios, con la colaboración de los esposos, les regala. En la celebración de la boda se recuerda a los cónyuges el compromiso de acoger los hijos que Dios les conceda, de cuidarles y de educarles.

Pero la fecundidad matrimonial no se reduce solo a tener hijos, aunque ciertamente es algo importante y hermoso. ¿Por qué, me he preguntado más de alguna vez, hay personas que se casan con 50 o 60 años? Su matrimonio tiene el mismo valor sacramental que el de unos jóvenes treintañeros. La fecundidad, también la fecundidad matrimonial, va más allá de la generación de nuevos hijos. Llega a la tranmisión de la belleza, del amor, del bien. Por eso también estos matrimonios “mayores” son fecundos, se aman y transmiten el don del amor, la belleza, el bien.

El bien, y también la belleza, son, por sí mismos, “diffusivum sui”. ¿Qué significa esto? Que existen para transmitirse, para difundirse, para extenderse. Es como el olor de un buen perfume, primero encerrado en su botecito. Pero cuando te lo pones sobre la cara, no puede menos que extender su buen olor a quienes te rodean. Una imagen vale más que mil palabras, y la imagen de ese diffusivum sui del bien de la belleza es ver a una persona contenta, feliz. Cuando estamos contentos queremos que los que están a nuestro alrededor disfruten también de esa felicidad que experimentamos, queremos difundir, transmitir la felicidad que sentimos. La sonrisa es contagiosa, y cuanto más sincera y profunda, más contagiosa.

Juan Pablo II, el Papa de la familia, nos recordó en numerosas ocasiones que el matrimonio y la familia son la célula básica de la sociedad y de la Iglesia. En honor a la verdad, no fue una idea original suya, la bebió de la tradición perenne de la Iglesia, y no es el único Papa reciente que nos lo ha recordado. Le cito porque me ha llamado la atención que en Carta las familias une esta idea, la familia como base de la sociedad, a la construcción de la “civilización del amor”. No solo cada cristiano está llamado a construir la civilización del amor, sino también el matrimonio, la familia, como “sujeto” de la Iglesia y de la sociedad. Por eso hablaba en el título de “fecundidad social del matrimonio”.

Etimológicamente, el término civilización deriva de ciudad, de civis. Tiene mucha relación con la verdadera “política”, que etimológicamente se refiere a las cosas relacionadas con la polis, con la ciudad. Pero su significado es más profundo, y llega hasta la historia y la cultura del hombre, sus exigencias espirituales y morales, humanas, de trascendencia. El hombre, imagen de Dios, nos recuerda Juan Pablo II, ha recibido el mundo de manos del Creador y debe plasmar su imagen y semejanza también en las cosas que hace, en sus relaciones diarias.

Esta “civilización del amor” tiene una Carta Magna, un texto fundacional, probablemente el más leído en las bodas: el himno a la caridad (1 Cor 13), escrito por San Pablo en su primera carta a los corintios, hace ya casi dos mil años. Juan Pablo II recuerda que el amor es... exigente. Su belleza está precisamente en esa exigencia, en esa sincera entrega al otro, en ese querer el bien del otro. De ese modo construye al verdadero hombre, imagen de Dios, y lo irradia a cuantos le rodean, hijos, otros familiares, amigos, y en definitiva a toda la sociedad.

Ciertamente, la construcción de esta civilización del amor tiene que superar varios peligros. Juan Pablo II detalle cuatro peligros en el número 14 de esta Carta; no está de más recordar la voz del Papa de las familias

1. El egoísmo (yo soy el principal) no sólo a nivel individual sino incluso a un nivel social: mi familia, mi ciudad, mi país, olvidando la solidaridad entre pueblos y estados. La verdadera libertad es entrega, donación, amor.

2. El individualismo (yo soy el único que importa). Un individualismo que termina en el uso de la libertad para mi único bien individual. El Papa nos recuerda que más que individuos somos “personas”, o sea, seres llamados en relación con quienes nos rodean.

3. El “amor libre”, libre del compromiso sincero con la otra persona. “Te quiero mientras las cosas vayan bien y no tengamos ningún problema, mientras tu actuar no se interponga en mi libre albedrío”

4. El utilitarismo, fruto de este “amor libre”, del individualismo y del egoísmo. Como te quiero mientras no se interponga nada en mi libre albedrío, mientras todo vaya según mis planes, te quiero mientras me resultes útil, mientras obtenga algún beneficio (o utilidad) de esa relación contigo.

El Papa Francisco retoma también esta Carta fundacional de la familia en su encíclica Amoris laetitia, y desgrana incluso frase a frase este Himno a la caridad de San Pablo. En el Capítulo cuarto detalla esas notas del amor: paciencia, actitud de servicio, sanando la envidia, sin hacer alarde ni agrandarse, amabilidad, desprendimiento, sin violencia interior, perdón, alegrarse con los demás disculpa todo, confía, espera, soporta todo.

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