El Concilio Vaticano II y el matrimonio
por Pedro Trevijano
El día que terminó el Concilio, San Pablo VI nos recibió a los sacerdotes que habíamos trabajado allí como acomodadores y nos dijo: “La tarea de vuestra vida va a ser predicar el Concilio”. Hoy quisiera dedicar este artículo a la doctrina conciliar sobre el matrimonio.
Hay valores decisivos para el porvenir y la felicidad de la humanidad. Entre ellos está el matrimonio.
El Concilio se refiere expresamente al matrimonio en el capítulo I de la segunda parte de la constitución pastoral Gaudium et Spes. No faltan sin embargo referencias en otros textos conciliares, especialmente en la Lumen Gentium, en cuyo número 40 leemos: “Por tanto a todos resulta claro que todos los fieles de cualquier estado o régimen de vida son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Es decir, cada cual ha de descubrir qué es lo que Dios espera de él, debiendo sentirnos alegres si Dios nos llama al celibato, pero sin sentirnos menospreciados si la llamada es al matrimonio, que es un sacramento. También en el estado matrimonial se es llamado a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad.
Es indiscutible que el Concilio Vaticano II ha dejado una huella renovadora profunda en la teología del matrimonio y de la familia. La fidelidad al evangelio obliga a seguir atentamente la evolución de los tiempos, con objeto de dar la respuesta religiosa adecuada a los problemas actuales, si bien ha de evitarse el exceso del radicalismo que no tiene en cuenta el valor de la continuidad y de la tradición de la Iglesia, pensando por ejemplo que ni Trento ni el Vaticano I tienen nada que decirnos. La fidelidad a la Iglesia supone obediencia al Magisterio, y en consecuencia al Concilio Vaticano II y sus documentos, sin reservas que los cercenen, pero también sin arbitrariedades que los desfiguren. Los sacerdotes no debemos descuidar la actualización teológica, porque lo contrario es desastroso para la enseñanza doctrinal y la actuación pastoral.
El texto del capítulo sobre el matrimonio se fue enriqueciendo y mejorando en las sucesivas discusiones y redacciones, gracias sobre todo al debate del tercer período conciliar, en el que los padres de la mayoría hicieron notar que el “creced y multiplicaos” (Gén 1,28) debe completarse con el “vendrán a ser los dos una sola carne” (Gén 2,24), misterio de comunión interpersonal ratificado y santificado en el sacramento del matrimonio, siendo por tanto el amor conyugal el fundamento y verdadero fin del matrimonio, amor que se expresa en la vida cotidiana y lleva a los esposos hacia el amor a Dios y hacia el engendrar y educar hijos. El documento conciliar excluye el subjetivismo y afirma la insuficiencia para un juicio moral de la sola intención personal y valoración individual, debiéndose recurrir también a criterios objetivos, con los que se pueda salvar el sentido de recíproca donación y el contexto de verdadero amor, permaneciendo siempre como norma objetiva de moralidad la dignidad humana. También se afirma expresamente la indisolubilidad del matrimonio, incluso aunque llegue a faltar el amor. Ello no quiere decir que el amor no tenga importancia, pues la tiene y grandísima, como ya lo afirmaba la encíclica de Pío XI Casti Connubii.
Podemos decir que la doctrina de la Gaudium et Spes es una síntesis entre varias tendencias. Se constata la introducción en la teología matrimonial de ideas relativamente nuevas: una concepción más personalista en la que el matrimonio es fundamentalmente una alianza de dos personas fundada en el amor, mucho más que un simple contrato; el tema de la paternidad responsable; y la negativa a dilucidar el problema de la jerarquía de fines. Procreación, fidelidad e indisolubilidad tienen su raíz y fundamento en la íntima unión de las personas de los cónyuges, establecida en el matrimonio; si bien haciendo coexistir estas ideas relativamente nuevas con valores ya conocidos, como la grandeza del amor conyugal y el elogio a las familias numerosas.
Encontramos así el doble aspecto jurídico y humano del matrimonio, es decir, el lado institucional que escapa a la voluntad humana, y el lado personalista, que hace que el matrimonio sea una comunidad de amor en el que el “yo” y el “tú” se transforman en un “nosotros” que transciende a los individuos y da un lugar preeminente en la vida de los esposos al afecto y al irrevocable consentimiento personal. Se combate, en consecuencia, la tendencia a reducir el matrimonio a algunos actos sexuales y se insiste en la importancia del amor interpersonal que el Señor se ha dignado sanar, completar y elevar a la categoría de sacramento, conduciendo a los esposos al libre y mutuo don de sí mismos, que se expresa y perfecciona en los actos propios del matrimonio.
Este amor conyugal es “elevado a amor divino y es regido por la virtud redentora de Cristo”, quedando los cónyuges cristianos “como consagrados para las tareas y la dignidad peculiar de su estado por un sacramento” (Gaudium et Spes, 48), debiendo desarrollarse el matrimonio en un clima de santidad, amor, responsabilidad y respeto. Interesa, finalmente, destacar que para el Concilio el objeto del consentimiento matrimonial no es un aséptico derecho sobre los actos conyugales, sino la creación de una íntima comunidad de vida y amor.
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