Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Tiempo decisivo


Es imposible no sentir la acción del Espíritu Santo en el heroísmo cotidiano, por ejemplo, de los católicos ingleses: Fuertes en medio de una atmósfera hedonista y hostil.

por J.C. García de Polavieja

Opinión

La sociología religiosa puede acreditar que la Iglesia católica experimenta un fortalecimiento significativo en todo el mundo. Es cierto que, en las sociedades opulentas de la Europa occidental, ese fortalecimiento es más cualitativo que cuantitativo, pero, cuando se observa la agresividad desplegada por la cultura icónica, produce asombro la capacidad de resistencia de unas comunidades al fin y al cabo humanas: Es imposible no sentir la acción del Espíritu Santo en el heroísmo cotidiano, por ejemplo, de los católicos ingleses: Fuertes en medio de una atmósfera hedonista y hostil. Erguidos como cipreses en medio de un territorio arrasado por la peor devastación espiritual, aquella que banaliza la rebeldía contra el sello divino de la naturaleza...
 
¡Qué perfecto conocimiento de su situación demostró el Papa Benedicto en su reciente alocución a los obispos de Inglaterra y Gales! La misma fuerza interior se observa en cristiandades más lejanas, expuestas al acoso de la persecución y ofreciendo no obstante al mundo una hermosa lección de caridad. Hay que estar orgullosos de pertenecer a ésta Iglesia del S. XXI, que se apresta a seguir a Jesucristo también en el capítulo de la cruz. El reloj de la historia sigue corriendo hacia un gran parteaguas, pero ahora podemos congratularnos, sin errar, en la constatación de san Juan: «Aunque tienes poco poder no has renegado de mi nombre y has guardado mi palabra» (Ap 3, 8). Es nuestra Iglesia la que tiene hoy poco poder material, desmintiendo la calumnia que repetía aquello del «poder del Vaticano». Porque la Iglesia de Benedicto XVI está demostrando cada día que le sobra fuerza exclusivamente espiritual para superar las asechanzas.
 
La profunda renovación de la vida cristiana que impulsa el Año de los Sacerdotes, sostenida por la oración eficaz del pueblo, le presta a tal reciedumbre un calado de alcance escatológico. Si se extendiese este respaldo, las peores heridas abiertas en el organismo cristiano podrían ser finalmente sanadas... Y ello, no lo olvidemos, en un momento de máxima presión disolvente, cuando la piedad de los presbíteros es probada con solicitaciones envolventes. Ellos necesitan y merecen no solo ese respaldo espiritual del pueblo cristiano, sino también la descripción realista del tiempo que atraviesan: Una caracterización de la realidad, distante de las viejas recetas convencionales, y capaz de dar igual seguridad a las inteligencias. Porque la gracia, también en el orden de la interpretación del mundo y de la historia, supone y perfecciona la naturaleza pero no necesariamente la suple. La comprensión teológica del tiempo no implica catastrofismos ni ficciones, sino contemplación serena del momento decisivo que nos ocupa.
 
La gracia que nos sostiene a todos brota directamente de esa fuente eucarística que el abismo desatado no ha conseguido cegar. ¿Que ocurrirá si la renovación del culto iniciada por el cardenal Cañizares universaliza en la Santa Misa, con el verdadero espíritu sacrificial que perseguía el Concilio Vaticano II, su infinita potencia restauradora? La eficacia de la Eucaristía santificará a la Iglesia en la medida misma en que los corazones participen de ella. «La obra de la Redención puede», todavía, en el vértice mismo de los tiempos, «mostrarse más fuerte»[1]. Más fuerte, ni más ni menos, que toda esa arrogancia estructural anticrística que está siendo frustrada en sus previsiones.
 
Un horizonte de auténtica esperanza está abierto ante la Iglesia y ya no quedará eclipsado por fuertes que sean los dolores de parto. Aunque no cabe ignorar que los coletazos del abismo acorralado van a ser espectaculares. Las oraciones por la seguridad física del Vicario de Cristo y de la entera sede romana son ahora particularmente necesarias.
 
Tampoco cabe ignorar las dolorosas deserciones de sectores deslumbrados por el espejismo de la cultura autosuficiente. Cegados por la ciencia distorsionada del mundo, han imaginado abrir caminos de futuro a la Iglesia cuando en realidad representaban el postmoderno rol de Eva, ofreciendo como apetecible no ya la manzana de la serpiente sino el higo del dragón. Hay propuestas de «reforma» de la Iglesia que parecen conminaciones de última hora para que diluyamos nuestra Fe en esa misma amalgama teosófica que la Virgen María está pulverizando en millones de almas. María ejerce hoy su tutela del rebaño cristiano con eficacia y paciencia llevadas al extremo: «Se agacha, nos habla y comparte nuestras debilidades para defendernos del gavilán y del buitre; se pone a nuestro lado y nos acompaña como un general al ejército dispuesto en orden de batalla»[2]. En Ella encontraremos todo el auxilio necesario, pero sin Ella no superaremos las próximas tribulaciones. Los desertores en esta etapa decisiva se han perdido por prescindir de Ella. Porque no podían faltar, cuando la Iglesia emprende el tramo culminante del Vía crucis [3] estos que «quieren ser bien vistos en lo humano y os fuerzan a circuncidaros, con el único fin de evitar la persecución por la cruz de Cristo» ( Ga 6, 1213). Adoradores del número, del «amor» sin trascendencia y de la apariencia, convocados probablemente a un triunfo efímero según el mundo, seguido de la suerte atroz de los apóstatas.
 
Estas sombras son nubes pasajeras, que hoy parecen impenetrables y amenazadoras, preñadas de granizo y tempestades, y mañana se las lleva el viento de la historia. Porque el reloj del tiempo corre veloz hacia el rostro de Cristo, hacia la verdad abrasadora capaz de cambiar el curso de la historia. La preparación del tiempo, he aquí la única clave intelectual de estos meses - ya no años, ni siglos – decisivos: La humildad exegética y hermenéutica necesaria para abandonar una lectura de la historia infectada de resabios historicistas y positivistas. Para recuperar los capítulos que constituyen el nudo del Evangelio y, anticipando la Pasión, anticipan también análogamente las esperanzas y el triunfo de la Iglesia. 
 
 
 
 
 
 
 


[1] Juan Pablo II: Oración para el Año Santo de 19831984.
[2] S. Luis María G. de Montfort: Tratado de la verdadera devoción a Maria  ( 8ª ed. Paulinas, México 1988, página 212.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica 677 (cf Ap 19, 1-9)
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