El pozo de Camuñas
A quien no está revestido de esta ayuda podemos reclamarle amor al amigo, incluso un vago amor filantrópico al género humano; pero para amar al enemigo se requiere el concurso de una fuerza divina que supla nuestras debilidades.
La mina abandonada de las Cabezuelas, en la localidad toledana de Camuñas, se convirtió durante la Guerra Civil en fosa común de cientos de vecinos de las poblaciones próximas de Cuidad Real y Toledo, asesinados por las milicias del Frente Popular en los habituales «paseos» que se perpetraban en la retaguardia. Ahora un equipo de arqueólogos y médicos forenses de la sociedad de ciencias Aranzadi ha logrado localizar varias decenas de esqueletos en uno de los pozos de la mina, de más de treinta metros de profundidad, después de vaciarlo de toneladas de tierra; y se supone que, bajo una espesa capa de cal con que los milicianos tapaban los cadáveres después de arrojarlos al pozo, se podrían hallar muchos más, en sucesivos sustratos. Algunos de los esqueletos desenterrados revelan, por su complexión, ser de mujeres; y las vestiduras eclesiásticas de otros muchos permite confirmar que eran sacerdotes y religiosos martirizados.
En un programa de televisión de Intereconomía («¡Muerte a los fascistas de Intereconomía!», es una de las proclamas de progreso que hacen furor en internet), las cámaras descendían al pozo de Camuñas, para mostrar el descubrimiento. Pero lo más sobrecogedor y emocionante del programa no eran (con serlo mucho) las imágenes que mostraban aquel descenso a los sótanos del horror, sino los testimonios de los familiares de las personas asesinadas: sobrinos de sacerdotes que murieron invocando el nombre de Cristo, hijos de labriegos cuyo único delito fue confesarse católicos e ir a misa. En aquellos testimonios no había ni el más leve atisbo de rencor; el natural dolor por la pérdida -reavivado por las excavaciones en la mina- no se dirigía, como un reproche o un escupitajo, contra los verdugos de sus padres o tíos, sino que se elevaba como una plegaria al cielo; y era un dolor dulcificado por el perdón, el mismo perdón que Cristo solicitó al Padre desde la cruz (uno de los familiares evocó, incluso, la cita evangélica: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen»). Fueron testimonios de una belleza y una magnanimidad sobrehumanas que me invitaron a reflexionar sobre la naturaleza del perdón; y, más concretamente, sobre el precepto del «amor al enemigo» que Jesús lanza en su Sermón de la Montaña.
Ese precepto es, en verdad, sobrehumano; esto es, inalcanzable sin ayuda sobrenatural. A quien no está revestido de esta ayuda podemos reclamarle amor al amigo, incluso un vago amor filantrópico al género humano; pero para amar al enemigo se requiere el concurso de una fuerza divina que supla nuestras debilidades. Sabemos, por el testimonio de personas que presenciaron su muerte, que muchos de los asesinados durante la Guerra Civil murieron perdonando a sus verdugos (abrazándolos incluso, como el beato Samsó); y tal perdón se ha transmitido a sus familiares, como quedó refrendado en el programa de Intereconomía. Así, aquella fuerza divina que los asistió en el martirio los ha convertido en «víctimas de reconciliación». Y si España ha llegado a ser un país habitable, después de aquel aquelarre de sangre y espanto que la enardeció hace setenta años, es porque hubo personas capaces de amar a sus enemigos, capaces de perdonar a quienes les odiaron y de devolver aquel odio convertido en amor; porque, en fin, hubo personas revestidas de una fuerza sobrenatural.
Y, si ese misterio de amor no admite más explicación que la sobrenatural, ocurre exactamente lo mismo con el misterio de iniquidad que ha empujado a nuestros gobernantes a utilizar a los muertos de la Guerra Civil para encizañar a los españoles y enviscarlos a los unos contra los otros. Porque si hay misterios que sólo logra explicar el concurso divino, hay otros que sólo los explica el concurso diabólico.
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