San Cipriano tenía razón
Tengan preparadas sus exequias las iglesias protestantes que pretendan ser ejemplo del liberalismo teológico: ni siquiera habrá un presbítero oficiando la misa de su defunción, en su lugar lo hará algún reputado progresista.
por Eduardo Gómez
San Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III, argüía -en defensa de la unidad de la Iglesia- que no se podía tener a Dios como Padre si no se tenía a la Iglesia como Madre. Tales distinciones nada tienen que ver con la farfolla de los géneros. Nada más lejos de la intención de San Cipriano, que consideraba capital asegurar la unidad de la Iglesia. Un solo padre, una sola madre; condición sine qua non para mantener vivo el Evangelio.
Algo que no debió tener presente Lutero cuando decidió abrir la caja de los truenos, aunque a estas alturas no es novedad. La novedad reside en el campo de minas que dejó como herencia a la ecúmene protestante: a tal efecto prosigue la deriva en el abandono de la teología común. Todos los caminos llevan a Roma pero solo uno conduce a Dios, no existen atajos en la vereda. Hay noticias que no corren como la pólvora porque las consecuencias de la explosión son lentas.
El pasado mes de noviembre la iglesia luterana de Suecia eliminó los términos “Él” y “Señor” por sexistas. Al parecer, el fin era construir una “fe más inclusiva”. No faltaron voces dentro de la propia iglesia sueca mostrando desaprobación ante semejante desvarío, tal vez se percataron de algunas cosas:
a) No hay fe mas inclusiva que la palabra de Dios en Jesucristo ofreciendo la salvación a todos los seres humanos. Observar atisbos de sexismo en las Sagradas Escrituras es una herejía, al tiempo que una estupidez; se empieza cuestionando el continente y se acaba cuestionando el contenido
b) La mención del Padre como “Él” no tiene nada que ver con el sexo sino con la ontología del lenguaje y con la tradición teológica ya inserta en el Antiguo Testamento. Las palabras “Él” y “Dios” forman un matrimonio ad aeternum tanto en términos literarios como teológicos. La etimología no deja lugar a dudas: la palabra “el” en hebreo significa “Dios”, de ahí que Israel signifique “el hombre que ha visto a Dios” o “el que lucha con Dios”
c) No es del todo cierto que Dios no tenga género, o sexo, porque se hizo hombre en Jesucristo. Así se decidió el plan salvífico, en el que participó directamente la madre de Dios, que también tenía sexo.
Desdecir la dicha solo atrae la desdicha, es decir, un aperturismo aún mayor de la caja de los truenos: la de esa interpretación libertina, dadora de un cristianismo de raigambre muy endeble. ¿El destino final? Caer en la astuta trampa de la modernidad.
Un cepo muy bien puesto mientras aún se escuchan ecos como "la iglesia tiene que adaptarse a la sociedad en la que vive y a sus demandas”. Conviene no olvidarse de la primera demanda, la de amar a Dios (y confiar en Él) sobre todas las cosas. Precisamente, la frontera entre la confianza y la superstición delimita estos acontecimientos: la superstición es moldeable, la confianza imbatible.
Tengan preparadas sus exequias las iglesias protestantes que pretendan ser ejemplo del liberalismo teológico: ni siquiera habrá un presbítero oficiando la misa de su defunción, en su lugar lo hará algún reputado progresista. Primero se emanciparon de Roma, el siguiente paso es hacerlo de sí mismas. Hace casi cinco siglos que abandonaron a la madre, ahora comienzan a hacer lo mismo con el Padre. Qué gran verdad la de San Cipriano.
Algo que no debió tener presente Lutero cuando decidió abrir la caja de los truenos, aunque a estas alturas no es novedad. La novedad reside en el campo de minas que dejó como herencia a la ecúmene protestante: a tal efecto prosigue la deriva en el abandono de la teología común. Todos los caminos llevan a Roma pero solo uno conduce a Dios, no existen atajos en la vereda. Hay noticias que no corren como la pólvora porque las consecuencias de la explosión son lentas.
El pasado mes de noviembre la iglesia luterana de Suecia eliminó los términos “Él” y “Señor” por sexistas. Al parecer, el fin era construir una “fe más inclusiva”. No faltaron voces dentro de la propia iglesia sueca mostrando desaprobación ante semejante desvarío, tal vez se percataron de algunas cosas:
a) No hay fe mas inclusiva que la palabra de Dios en Jesucristo ofreciendo la salvación a todos los seres humanos. Observar atisbos de sexismo en las Sagradas Escrituras es una herejía, al tiempo que una estupidez; se empieza cuestionando el continente y se acaba cuestionando el contenido
b) La mención del Padre como “Él” no tiene nada que ver con el sexo sino con la ontología del lenguaje y con la tradición teológica ya inserta en el Antiguo Testamento. Las palabras “Él” y “Dios” forman un matrimonio ad aeternum tanto en términos literarios como teológicos. La etimología no deja lugar a dudas: la palabra “el” en hebreo significa “Dios”, de ahí que Israel signifique “el hombre que ha visto a Dios” o “el que lucha con Dios”
c) No es del todo cierto que Dios no tenga género, o sexo, porque se hizo hombre en Jesucristo. Así se decidió el plan salvífico, en el que participó directamente la madre de Dios, que también tenía sexo.
Desdecir la dicha solo atrae la desdicha, es decir, un aperturismo aún mayor de la caja de los truenos: la de esa interpretación libertina, dadora de un cristianismo de raigambre muy endeble. ¿El destino final? Caer en la astuta trampa de la modernidad.
Un cepo muy bien puesto mientras aún se escuchan ecos como "la iglesia tiene que adaptarse a la sociedad en la que vive y a sus demandas”. Conviene no olvidarse de la primera demanda, la de amar a Dios (y confiar en Él) sobre todas las cosas. Precisamente, la frontera entre la confianza y la superstición delimita estos acontecimientos: la superstición es moldeable, la confianza imbatible.
Tengan preparadas sus exequias las iglesias protestantes que pretendan ser ejemplo del liberalismo teológico: ni siquiera habrá un presbítero oficiando la misa de su defunción, en su lugar lo hará algún reputado progresista. Primero se emanciparon de Roma, el siguiente paso es hacerlo de sí mismas. Hace casi cinco siglos que abandonaron a la madre, ahora comienzan a hacer lo mismo con el Padre. Qué gran verdad la de San Cipriano.
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