La respuesta es Dios
Vivir de la farándula, el clientelismo político, el pelotazo, los denuestos y trifulcas televisivos y todas las malas artes que con descaro alegan que la mala vida es buena vida, seduce mucho más que llevar una vida digna, cuando la dignidad no significa nada más allá de cierta dosis de civismo.
por Eduardo Gómez
“¿Qué estímulo puede haber para ser mejor, ser austero, vivir con decencia, si viviendo con indecencia se triunfa más rápidamente?”. Fue la pregunta que formulaba hace unos días en las redes sociales el ilustre pensador republicano Antonio García-Trevijano. Desde luego la pregunta no carece de legitimidad, porque retrata de forma inmaculada el desvarío moral en el que estamos instalados. Pero tiene un punto flaco; está ligada a una respuesta material: el éxito.
Sin duda, el más infiel de todos los compañeros de viaje. El materialismo se puede combatir con materialismo, pero, ¿se puede vencer con materialismo? Lo fácil es ser débil, la fortaleza requiere de esfuerzo, y los esfuerzos no se llevan a cabo sin objetivos por los que luchar. Si éstos son terrenales, cualquier camino puede admitirse, llegado el caso. Entonces, ¿acaso no hay motivos para ser honrado, austero y decente?
Sí, pero solo aquellos que representan un verdadero horizonte vital, los más elevados por los que vivir. El hombre los necesita, sin ellos queda a merced de todo un mercadeo sibilino de pecados. En su obra Los problemas de la filosofía, Bertrand Russell señalaba -aludiendo a Kant- que un fin es aquello que tiene valor por sí mismo. Determinados principios como la austeridad o la decencia, por muy loables que sean, no tienen un carácter finalista si no se les dota de trascendencia, ergo su cumplimiento puede parecer tan pueril como lo contrario.
Todos aquellos gobernantes y demás politicastros empecinados en disociar la espiritualidad de la condición humana son incapaces de dar razones para vivir en plenitud por algo. Más bien al contrario, solo ofrecen espacios confortables para evitar mirar en el interior, en lo más profundo de nuestro ser. Lo cierto es que vivir de la farándula, el clientelismo político, el pelotazo, los denuestos y trifulcas televisivos y todas las malas artes que con descaro alegan que la mala vida es buena vida, seduce mucho más que llevar una vida digna, cuando la dignidad no significa nada más allá de cierta dosis de civismo.
Porque los humanos que carecen de una trascendencia que defender están abocados a vivir su trámite con individualismo en el mejor de los escenarios, o con personalismo en el peor de ellos. El individualismo los reduce a meros poseedores de los mismos derechos que el resto de individuos. En tanto que el personalismo los convierte en seres efímeros sin más pretensión que saciar a cada instante sus anhelos más primitivos, caiga quien caiga.
Sin embargo, donde Dios habita, las palabras éxito y fracaso son bagatelas, porque no hay más ruina que fracasar en la búsqueda del amor al prójimo. Pero ese no es modus vivendi para el hombre moderno, que es ante todo un consumidor de todo, incluso de personas. Los estímulos basados en la satisfacción material -por legítima y decente que pueda ser a veces- son un tren de corto recorrido que en cualquier momento puede descarrilar. La solidez de lo que construyamos depende de algo más. La vida de San Pedro cambió por completo cuando conoció a Cristo y Él le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan y te llamarás Cefas (Pedro)”. A aquel humilde pescador, que llego a ser un gran pescador de hombres, no le importaba triunfar rápidamente, ni siquiera tenía interés por triunfar. Sabía que no lo necesitaba. Sabía que tenía a Dios.
Sin duda, el más infiel de todos los compañeros de viaje. El materialismo se puede combatir con materialismo, pero, ¿se puede vencer con materialismo? Lo fácil es ser débil, la fortaleza requiere de esfuerzo, y los esfuerzos no se llevan a cabo sin objetivos por los que luchar. Si éstos son terrenales, cualquier camino puede admitirse, llegado el caso. Entonces, ¿acaso no hay motivos para ser honrado, austero y decente?
Sí, pero solo aquellos que representan un verdadero horizonte vital, los más elevados por los que vivir. El hombre los necesita, sin ellos queda a merced de todo un mercadeo sibilino de pecados. En su obra Los problemas de la filosofía, Bertrand Russell señalaba -aludiendo a Kant- que un fin es aquello que tiene valor por sí mismo. Determinados principios como la austeridad o la decencia, por muy loables que sean, no tienen un carácter finalista si no se les dota de trascendencia, ergo su cumplimiento puede parecer tan pueril como lo contrario.
Todos aquellos gobernantes y demás politicastros empecinados en disociar la espiritualidad de la condición humana son incapaces de dar razones para vivir en plenitud por algo. Más bien al contrario, solo ofrecen espacios confortables para evitar mirar en el interior, en lo más profundo de nuestro ser. Lo cierto es que vivir de la farándula, el clientelismo político, el pelotazo, los denuestos y trifulcas televisivos y todas las malas artes que con descaro alegan que la mala vida es buena vida, seduce mucho más que llevar una vida digna, cuando la dignidad no significa nada más allá de cierta dosis de civismo.
Porque los humanos que carecen de una trascendencia que defender están abocados a vivir su trámite con individualismo en el mejor de los escenarios, o con personalismo en el peor de ellos. El individualismo los reduce a meros poseedores de los mismos derechos que el resto de individuos. En tanto que el personalismo los convierte en seres efímeros sin más pretensión que saciar a cada instante sus anhelos más primitivos, caiga quien caiga.
Sin embargo, donde Dios habita, las palabras éxito y fracaso son bagatelas, porque no hay más ruina que fracasar en la búsqueda del amor al prójimo. Pero ese no es modus vivendi para el hombre moderno, que es ante todo un consumidor de todo, incluso de personas. Los estímulos basados en la satisfacción material -por legítima y decente que pueda ser a veces- son un tren de corto recorrido que en cualquier momento puede descarrilar. La solidez de lo que construyamos depende de algo más. La vida de San Pedro cambió por completo cuando conoció a Cristo y Él le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan y te llamarás Cefas (Pedro)”. A aquel humilde pescador, que llego a ser un gran pescador de hombres, no le importaba triunfar rápidamente, ni siquiera tenía interés por triunfar. Sabía que no lo necesitaba. Sabía que tenía a Dios.
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