Reflexiones ante la conversión de una joven musulmana
Hace unos días, en ReL se hizo referencia a la conversión de Celya, una joven musulmana francesa de origen argelino, al catolicismo.
“Celya nació en Francia, en el seno de una familia musulmana procedente de la Cabilia (Argelia). No eran muy practicantes de su fe, y cuando su madre le hablaba de Jesús, lo hacía con respeto, como alguien 'muy importante' y 'un buen hombre que reflejaba el amor': 'Me decía que murió en la Cruz, pero que no resucitó ni es Dios'".
Pese a todo, asistió desde pequeña a un colegio privado católico donde recibía formación religiosa cristiana: "Las animadoras de pastoral nos hablaban de Jesús y nos decían que había muerto en la Cruz por amor a los hombres. Yo me decía: 'Si realmente Dios es capaz de hacer eso por los hombres... ¡es una locura, es algo demasiado hermoso! Si eso es ser cristiano, yo quiero serlo, quiero ser feliz y estar llena de amor'. Porque, para mí, Dios es un Dios de amor, un Dios de confianza, algo que yo no encontraba en la religión del islam".
Advierto ahora que escribo esta breve columna de opinión cerca de la fecha en que se celebrará el Día Internacional de la Fraternidad Humana. Efectivamente, el 4 de febrero de 2021, el Papa Francisco, junto al jeque Mohammed bin Zayed, el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas y otras personalidades, lo harán “de modo virtual” en Abu Dhabi, capital de los Emiratos Árabes Unidos.
La conversión de Celya, entre otras reflexiones, me sugiere las siguientes:
1. Es necesaria una catequesis sólida para la conversión de las almas sin el temor a que nos acusen de “proselitismo”.
2. Debemos rezar y actuar para que los musulmanes se conviertan a Jesucristo. Si no conduce a que los hombres se conviertan y crean en el Evangelio, el denominado “diálogo inter-religioso” es papel pintado.
3. Las almas necesitan a Jesucristo, único Salvador de los hombres. No necesitan ni los satisface una falsa religión humanitarista que, además de resultar inconsistente, no entusiasma.
Como enseña San Pablo, el Apóstol de los gentiles, Dios “nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido” (Ef 1, 5-6).
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