«De Profundis»
Señalábamos en un artículo anterior, citando a Concepción Arenal, que el dolor es una parte constitutiva de la existencia humana que, bien aprovechada, puede convertirse en origen de todo lo bueno, verdadero y bello que somos capaces de realizar. Esta realidad, tan evidente y fecunda (que, sin embargo, nuestra época podrida prefiere ignorar), es el asunto principal de la larguísima carta que Oscar Wilde dirige desde la prisión de Reading –condenado a trabajos forzados– a lord Alfred Douglas, el causante de su desgracia. Esta sobrecogedora carta se publicaría luego bajo el título de De Profundis, en alusión directa al salmo 130 (o 129, en la numeración Septuaginta).
En De Profundis, Wilde ha dejado de ser ese hedonista elegante que nuestra época podrida gusta tanto de homenajear. Ahora es un paria, un maldito, execrado por quienes antaño lo endiosaron, a quien se obliga a beber el cáliz del sufrimiento. Y Wilde lo apura hasta las heces, descubriendo con perplejidad que el sufrimiento «es el único medio por el que somos conscientes de existir». Pero, para soportar ese sufrimiento, Wilde confiesa contar con un depósito de Amor que, por supuesto, nada tiene que ver con el «retorcimiento de la pasión y el deseo» que en el pasado experimentó. Así, entregándose al Amor, Wilde saca milagrosamente fuerzas para ofrecer el perdón a Douglas, el causante de su infortunio; y también para arrepentirse de su anterior vida mundana. De repente, todos los placeres que antaño le colmaban ahora se le antojan por completo insignificantes. Y no le importa pasar el resto de sus días en la más pura indigencia (como, en efecto, le ocurrirá), mientras se vea libre «de resentimiento, dureza y acritud». «Ahora encuentro escondido en mi naturaleza –escribe, convencido– algo que me dice que no hay nada en el mundo que carezca de sentido, y el sufrimiento menos que nada».
Misteriosamente, el hombre nacido para el placer halla en el dolor el sentido más hermoso y recóndito de la vida: frente a quienes hablan del sufrimiento como un misterio, Oscar Wilde ve en él «una revelación» que le permite descubrir cosas de sí mismo que hasta entonces habían permanecido ocultas: «Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte». Así, revelado a sí mismo a través del dolor, Wilde confiesa que el error más craso de su existencia consistió en querer saborear tan sólo los frutos del «lado soleado del jardín». Y ahora que, abandonado por quienes antes lo endiosaron, ha tenido valor para probar los frutos del «lado sombrío», ¿con quién se ha encontrado? Se ha encontrado con Quien dijo que todas las desgracias que les ocurren a los otros le ocurren a Él.
Las páginas que Wilde dedica a su reconciliación con Jesús se cuentan entre las más hermosas jamás salidas de la pluma de un escritor: «Todos los que entran en contacto con su personalidad –afirma– sienten de algún modo que la fealdad de sus pecados desaparece y la belleza de su dolor se les revela». Postrado en la abyección, abandonado como un despojo, Wilde se sabe sin embargo amado por Jesús, que le brinda la posibilidad, como a los jornaleros de la viña, de obtener íntegramente su salario, aunque se haya incorporado muy tarde al trabajo. Y sabe que Jesús está dispuesto a entregarse excepcionalmente por él, sabe que encontrará la salvación, con tan sólo arrepentirse de lo que ha hecho: «Claro que el pecador ha de arrepentirse –escribe–. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado».
El pecador más vulgar y humilde puede, en efecto, alterar a través del arrepentimiento su pasado, puede borrarlo para siempre a los ojos de Dios, aunque los hombres sigan señalándoselo, hurgando ponzoñosamente en las heridas. Wilde sabe al fin que «el momento más alto de un hombre es cuando se arrodilla en el polvo y se golpea el pecho y reconoce todos los pecados de su vida». Así, arrodillado en el polvo, espera su salida de prisión, que coincidirá con la época de las bellezas primaverales; y concluye lanzando un apóstrofe a su antiguo amante: «No te dé miedo el pasado. Si te dicen que es irrevocable, no lo creas. El pasado, el presente y el futuro no son sino un momento a la vista de Dios, a cuya vista debemos tratar de vivir. […] Lo que tengo ante mí es mi pasado. He de conseguir mirarlo con otros ojos, hacer que Dios lo mire con otros ojos».
Jornalero de última hora, Oscar Wilde cobró íntegro su salario. Y nos dejó como prenda de su salvación este bellísimo y estremecedor De Profundis, que ninguna persona dotada de sensibilidad puede leer sin que sus ojos se aneguen de lágrimas.
Publicado en XL Semanal.