Mártires con responsables conocidos
Conocer las razones del criminal es lo que otorga sentido y encarnación a la virtud del mártir. Tan importante es saber que alguien murió por Cristo, como saber quién y por qué odiaba a Cristo en él, esto es, qué vio de Cristo en el mártir que le impulsó a arrebatarle la vida.
En las primeras páginas de su clásica Historia de la persecución religiosa en España (19361939), el que fuera obispo de Badajoz, Antonio Montero, cita una investigación similar a la suya sobre la centuria anterior, titulada Los mártires del siglo XIX. La firmó Francisco Muns y Castellet y fue editada en Barcelona en 1888. En ella se identifica a las 371 víctimas eclesiásticas "sacrificadas brutalmente" en España en un periodo de "unos ochenta años". Incluye víctimas del odio a la fe causadas por el invasor revolucionario francés durante la Guerra de la Independencia, por los liberales durante el Trienio y en las guerras carlistas, etc.
Los ahora llamados "mártires del siglo XX en España" están, sin embargo, extraordinariamente concentrados en el tiempo. Salvo casos aislados, como el arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila, muerto en atentado anarquista en 1923, los martirios tuvieron lugar en 1934 durante el golpe de Estado socialista contra la República (34 en dos semanas: ensayo general de lo que pasó veinte meses después) y, sobre todo, durante el segundo semestre de 1936.
Hasta 1939 continuó el encarcelamiento y/o tortura y/o asesinato de obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Pero el exterminio de las primeras semanas de la Guerra Civil había sido tan sistemático que ya casi no quedó posibilidad de matar más, hallándose escondido o huido todo el que no estaba bajo tierra o en las checas.
En términos proporcionales, pues, puede afirmarse sin exagerar mucho que la totalidad de los mártires del siglo XX se produjeron en menos de doce meses. Doce meses de mártires en mil doscientos meses que suman cien años suponen el 1% del tiempo. El siglo XX, en España, no es por tanto un siglo de mártires. Pero sí es el gran siglo con mártires de su historia, superando en número, proporción y crueldad a los causados por la invasión mahometana o los registrados por Muns y Castellet.
¿Por qué esta diferencia? Porque en nuestro siglo XX hubo lo que no hubo en otros siglos o en otros países o en otras circunstancias: milicianos armados por el Gobierno y controlados (o descontrolados) por los partidos que formaban el Gobierno. Milicianos y partidos capaces de aniquilarse entre sí aunque el precio fuese perder una guerra, pero unidos en un propósito de aniquilación común contra cuanto sonase a Iglesia católica. Incluso si se trataba, como las tres religiosas beatificadas este sábado en la catedral de Gerona, de mujeres consagradas al cuidado de los enfermos más desfavorecidos.
Esos milicianos y ese Gobierno no carecían de siglas. Ocupaban el poder bajo el nombre de Frente Popular y estaban integrados por militantes de partidos y sindicatos con nombre y apellidos: PSOE, UGT, PCE, CNT/FAI, ERC... Y no carecían de ideología ni actuaban a impulsos sin sentido: eran socialistas, comunistas y anarquistas, todo el espectro doctrinario posible de la izquierda del momento.
Hay quien piensa que ocultar la identidad de los asesinos facilita un espíritu de perdón y reconciliación. Nadie, sin embargo, habla del Gulag sin mencionar a Stalin, o de Auschwitz sin mencionar a Hitler, o de Camboya sin mencionar a Pol Pot, o de Hiroshima y Nagasaki sin mencionar la bomba atómica.
Cuando uno muere porque otro, fríamente, ha considerado necesario y justificado matarle, es fundamental nombrar al asesino. Conocer las razones del criminal es lo que otorga sentido y encarnación a la virtud del mártir. Tan importante es saber que alguien murió por Cristo, como saber quién y por qué odiaba a Cristo en él, esto es, qué vio de Cristo en el mártir que le impulsó a arrebatarle la vida.
Saber que fue Nerón quien lanzaba a los cristianos a las fauces de los leones nos enseña en qué desemboca la tentación del César de sentirse por encima de Dios.
Saber que había un Robespierre tras la guillotina de las carmelitas de Compiègne nos desengaña del amor que siente por el hombre concreto quien proclama con un non serviam los Derechos del Hombre abstracto.
Saber que los crímenes de Paracuellos se hacían bajo el patronazgo de la hoz y el martillo nos advierte sobre las intenciones respecto al cristianismo de, por ejemplo, las "metástasis del marxismo" en las cuales el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, apunta las raíces de la ideología de género.
Además, conocer la identidad de los asesinos es lo que realmente nos pone en la piel de sus víctimas. Nos permite comprender los miedos y las dudas que hubieron de vencer para uncir sus vidas al destino de la cruz. Nos permite ver los mismos rostros desencajados que ellos vieron en el último instante, iluminado el gesto de odio por el fogonazo de pólvora que conducía a los mártires hasta la Luz verdadera.
Y, paradójicamente, nombrar sin miedo a los responsables de nuestros mártires nos facilita el perdón, según el ejemplo que ellos nos ofrecieron.
Pues no son "los siglos" sino los hombres, con sus ideas, sus intereses y sus símbolos, quienes hacen mártires. Y en consecuencia también son los hombres quienes pueden arrepentirse de sus acciones, como hicieron muchos de los criminales del 36. A ellos sí podemos ofrecerles el abrazo fraternal del olvido. A "los siglos" no, porque no matan, pero tampoco piden perdón. Y el siglo XX, soberbia pura, menos que ninguno.
Los ahora llamados "mártires del siglo XX en España" están, sin embargo, extraordinariamente concentrados en el tiempo. Salvo casos aislados, como el arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila, muerto en atentado anarquista en 1923, los martirios tuvieron lugar en 1934 durante el golpe de Estado socialista contra la República (34 en dos semanas: ensayo general de lo que pasó veinte meses después) y, sobre todo, durante el segundo semestre de 1936.
Hasta 1939 continuó el encarcelamiento y/o tortura y/o asesinato de obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Pero el exterminio de las primeras semanas de la Guerra Civil había sido tan sistemático que ya casi no quedó posibilidad de matar más, hallándose escondido o huido todo el que no estaba bajo tierra o en las checas.
En términos proporcionales, pues, puede afirmarse sin exagerar mucho que la totalidad de los mártires del siglo XX se produjeron en menos de doce meses. Doce meses de mártires en mil doscientos meses que suman cien años suponen el 1% del tiempo. El siglo XX, en España, no es por tanto un siglo de mártires. Pero sí es el gran siglo con mártires de su historia, superando en número, proporción y crueldad a los causados por la invasión mahometana o los registrados por Muns y Castellet.
¿Por qué esta diferencia? Porque en nuestro siglo XX hubo lo que no hubo en otros siglos o en otros países o en otras circunstancias: milicianos armados por el Gobierno y controlados (o descontrolados) por los partidos que formaban el Gobierno. Milicianos y partidos capaces de aniquilarse entre sí aunque el precio fuese perder una guerra, pero unidos en un propósito de aniquilación común contra cuanto sonase a Iglesia católica. Incluso si se trataba, como las tres religiosas beatificadas este sábado en la catedral de Gerona, de mujeres consagradas al cuidado de los enfermos más desfavorecidos.
Esos milicianos y ese Gobierno no carecían de siglas. Ocupaban el poder bajo el nombre de Frente Popular y estaban integrados por militantes de partidos y sindicatos con nombre y apellidos: PSOE, UGT, PCE, CNT/FAI, ERC... Y no carecían de ideología ni actuaban a impulsos sin sentido: eran socialistas, comunistas y anarquistas, todo el espectro doctrinario posible de la izquierda del momento.
Hay quien piensa que ocultar la identidad de los asesinos facilita un espíritu de perdón y reconciliación. Nadie, sin embargo, habla del Gulag sin mencionar a Stalin, o de Auschwitz sin mencionar a Hitler, o de Camboya sin mencionar a Pol Pot, o de Hiroshima y Nagasaki sin mencionar la bomba atómica.
Cuando uno muere porque otro, fríamente, ha considerado necesario y justificado matarle, es fundamental nombrar al asesino. Conocer las razones del criminal es lo que otorga sentido y encarnación a la virtud del mártir. Tan importante es saber que alguien murió por Cristo, como saber quién y por qué odiaba a Cristo en él, esto es, qué vio de Cristo en el mártir que le impulsó a arrebatarle la vida.
Saber que fue Nerón quien lanzaba a los cristianos a las fauces de los leones nos enseña en qué desemboca la tentación del César de sentirse por encima de Dios.
Saber que había un Robespierre tras la guillotina de las carmelitas de Compiègne nos desengaña del amor que siente por el hombre concreto quien proclama con un non serviam los Derechos del Hombre abstracto.
Saber que los crímenes de Paracuellos se hacían bajo el patronazgo de la hoz y el martillo nos advierte sobre las intenciones respecto al cristianismo de, por ejemplo, las "metástasis del marxismo" en las cuales el obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, apunta las raíces de la ideología de género.
Además, conocer la identidad de los asesinos es lo que realmente nos pone en la piel de sus víctimas. Nos permite comprender los miedos y las dudas que hubieron de vencer para uncir sus vidas al destino de la cruz. Nos permite ver los mismos rostros desencajados que ellos vieron en el último instante, iluminado el gesto de odio por el fogonazo de pólvora que conducía a los mártires hasta la Luz verdadera.
Y, paradójicamente, nombrar sin miedo a los responsables de nuestros mártires nos facilita el perdón, según el ejemplo que ellos nos ofrecieron.
Pues no son "los siglos" sino los hombres, con sus ideas, sus intereses y sus símbolos, quienes hacen mártires. Y en consecuencia también son los hombres quienes pueden arrepentirse de sus acciones, como hicieron muchos de los criminales del 36. A ellos sí podemos ofrecerles el abrazo fraternal del olvido. A "los siglos" no, porque no matan, pero tampoco piden perdón. Y el siglo XX, soberbia pura, menos que ninguno.
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