El final de «Summorum Pontificum»
El motu proprio Traditionis Custodes con el que Francisco pone punto final a los catorce años de vigencia de Summorum Pontificum y la Carta que lo acompaña modifican radicalmente la situación de las congregaciones, sacerdotes y fieles acogidos a él. Se enfrentan a un vuelco dramático en su vida espiritual y a decisiones trascendentes.
El Papa plantea su decisión como una consecuencia del cuestionario que encargó a la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la aplicación del motu proprio de Benedicto XVI. "Las respuestas recibidas revelaron una situación que me apena y preocupa, confirmando la necesidad de intervenir", afirma. Pero ni las preguntas que integraban el cuestionario versaban sobre los elementos intencionales que llevaron a su predecesor a promulgarlo en 2007 ni las respuestas conocidas (algunas tan relevantes como las del episcopado francés, uno de los más afectados) dibujan una realidad como la que apunta la Carta inmediatamente después.
Cuando se conoció el cuestionario hace un año, muchos sospecharon que se trataba de preparar el terreno a la decisión preconcebida que se ha tomado este viernes. Los hechos no les desmienten: más que una consecuencia del cuestionario, Traditionis Custodes se intuye como su causa.
Por otro lado, el nuevo motu proprio impone una severísima restricción de derechos basándola en acusaciones de una extrema generalidad que se afirman sin probarse. Summorum Pontificum, dice, habría sido utilizado por quienes se acogían a él para "aumentar las distancias, endurecer las diferencias y construir oposiciones que hieren a la Iglesia y dificultan su progreso, exponiéndola al riesgo de la división".
Pero la aplicación de Summorum Pontificum ha sido pacífica donde el obispo ha querido, y problemática donde el obispo ha preferido dificultarla. Así que el razonamiento se convierte en circular: para suprimir Summorum Pontificum por haber sido supuestamente mal aplicado, se utilizan los criterios de los obispos que han dificultado su aplicación.
También sorprende que las propias disposiciones de Traditionis Custodes incluyan elementos que no parecen esenciales a su objeto y sin embargo resultan innecesariamente hirientes para sus destinatarios. Por ejemplo, la obligación de proclamar las lecturas en lengua vernácula "utilizando las traducciones de la Sagrada Escritura para uso litúrgico aprobadas por las respectivas conferencias episcopales", que en algunos casos son públicamente discutidas incluso por biblistas y liturgistas totalmente ajenos a la sensibilidad tradicionalista. O la prohibición expresa de celebrar "en las iglesias parroquiales", tan generosamente abiertas a comunidades cristianas no católicas o incluso al culto de la Pachamama, como se vio en Roma durante el último sínodo.
La Carta que acompaña a Traditionis Custodes es, por último, muy clara en la proclamación de sus objetivos. El Papa pide a los obispos que trabajen "por la vuelta a una forma unitaria de celebración". Y declara que aquello que todavía se permite es por "el bien de quienes están arraigados en la forma de celebración anterior" y -ésta es la clave- "necesitan tiempo para volver al Rito Romano promulgado por los santos Pablo VI y Juan Pablo II".
Ya se anticipa, pues, que la convivencia que aún se tolera de la misa tradicional con la misa postconciliar es solo temporal y que su finalidad es facilitar la desaparición de aquélla. Un empeño abocado al fracaso (pues la misa tradicional es milenaria y su uso libre fue garantizado por San Pío V hace 451 años, no por Summorum Pontificum), pero sumamente revelador.
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