Yo estuve en el funeral de la Sagrada Familia
por Daniel Arasa
“Súbase la mascarilla” me dijo amablemente una chica del servicio de orden de la Sagrada Familia antes de entrar en el Templo y después de haber pasado los controles, incluido el de temperatura. No, no tenía bajada la mascarilla, simplemente quedaba unos milímetros por debajo de las gafas a fin de que las lentes no se empañen, pero, supongo que siguiendo instrucciones, a aquella muchacha le parecía que debía subirse hasta el límite de los ojos.
A la hora de la comunión tenía dos sacerdotes que la distribuían frente al área en que me encontraba. Al de la derecha no acudía casi nadie, mientras frente al de la izquierda la cola era larga. Hice el gesto de dirigirme al que estaba sin trabajo, pero otro de los jóvenes del omnipresente servicio de orden me dijo que nada, que me tocaba el de la izquierda aunque implicara esperarse.
A la salida, ya fuera del templo, encontramos un matrimonio amigo y hablamos, a distancia y con mascarillas, pero acudió otro del servicio de orden pidiendo con amabilidad que no lo hiciéramos, bajáramos las escaleras y marcháramos.
Comprendí las razones de aquellos muchachos, no sin dejar de pensar que funcionaban como burócratas, sin el menor sentido de flexibilidad ni de aplicación del sentido común. Estrictos hasta el extremo, rayando en lo ridículo.
Pero así ocurrió en la Sagrada Familia de Barcelona el pasado domingo para quienes acudimos al funeral por las víctimas del coronavirus convocado por el cardenal Juan José Omella.
Dentro del templo los feligreses estábamos muy distanciados unos de otros. Con perdón por la comparación: al menos el triple de lo que suelen estarlo los clientes en las terrazas de los bares en este tiempo.
Viendo las extremas cautelas, que no se siguen ni de lejos en el conjunto de la sociedad, la decisión del presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, de abrir un expediente sancionador por superar el número de 10 personas me ha sonado no solo a sorprendente sino a estrafalario.
No entro en aspectos jurídicos ni siquiera en los principios de libertad religiosa. Simplemente, en la locura que se ha adueñado de algunos, que ya demostraban sus pobres razonamientos en otros campos.
No deja de ser grotesco que para este templo de enormes dimensiones se permita el acceso de turistas hasta el 50 por ciento del aforo y se van moviendo de aquí para allá, y para un funeral convocado por el arzobispado por las víctimas del coronavirus no puedan asistir más de 10 personas, y además supercontroladas hasta en el lugar en que se sientan.
Amplío el panorama. En todo el período que atravesamos y desde que pueden celebrarse eucaristías he acudido a diversos templos en Barcelona y Tortosa. Si en el conjunto de la sociedad se hubiera seguido la mitad de las cautelas que en todas las iglesias a las que he ido, el contagio sería testimonial.
El Gobierno de la Generalitat ha fracasado en su lucha contra la pandemia, es incapaz de controlar botellones o de forzar a grupos -sobre todo de jóvenes- a que pongan medios y cautelas para la salud de todos, pero ha visto en la iglesia un objetivo en que focalizar su acción, como para mostrar que hace algo.
Me ha recordado lo que me contaba un amigo periodista, Arturo San Agustín, cuyo padre era anarquista antes de la Guerra Civil. “Cuando tenemos un asunto que no sabemos o podemos resolver nos comemos un cura”.
Unas cosas van mal, le damos la culpa a la Iglesia y tan panchos.
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