Dentro de la tragedia del mundo ha sucedido algo nuevo
Estamos comiendo los frutos amargos de la rebelión hacía Dios y de la apostasía de Cristo que comporta, inexorablemente, la apostasía del hombre de sí mismo.
Tengo que confesaros, al empezar este mensaje para la Pascua de Resurrección, la gran incomodidad que siento al pensar que las grandes palabras y las grandes certezas de la Resurrección de Cristo –y, en Él, de la resurrección del hombre y del mundo– corren el riesgo de no asombrar ya a nadie, ni siquiera a nosotros que las pronunciamos. Efectivamente, estas palabras no encuentran, o encuentran con gran dificultad, los caminos de nuestro corazón, sino que a menudo encuentran los caminos a una emoción inmediata, que desgraciadamente nos satisface.
Sin embargo, no encuentra los caminos de la razón y el hombre, por suerte o por desgracia, vive sobre todo de razones. ¿Qué está obligada a entender nuestra razón en estos meses y días terribles? Una violencia imparable, que caracteriza todos los ámbitos de nuestra vida personal, social, nacional, mundial. Estamos comiendo los frutos amargos de la rebelión hacía Dios y de la apostasía de Cristo que comporta, inexorablemente, la apostasía del hombre de sí mismo. Un odio y una nada que parecen rechazar las grandes certezas de la fe en el fondo de nuestra conciencia, hasta dejarla totalmente ocupada por una cotidianidad que no comprende y no corresponde a las exigencias de la vida auténtica.
Sin embargo, a esta tragedia, que atañe a toda la humanidad y no solo a la cristiandad, nosotros llevamos la novedad de Cristo. Efectivamente, con gran humildad pero con gran realismo –porque la virtud típica del cristianismo es el realismo, realismo en percibir la existencia y en percibir que la novedad es Cristo–, nosotros los cristianos sabemos que sólo Cristo ha llevado y lleva dentro de la experiencia humana una semilla buena de verdad, de libertad y de justicia, destruyendo las raíces del mal y de la violencia presentes en el corazón de la sociedad.
Esta, hermanos y hermanas, es la Pascua: Cristo ha vencido a la muerte y ha resucitado, y la muerte es el signo vergonzoso del mal y de la violencia. La muerte nos recuerda que el hombre no puede realizarse con sus manos, con su inteligencia, con su voluntad.
¡Cristo ha resucitado! Con Él resucitan el hombre y el mundo, y esta total certeza que ha colmado desde siempre mi vida de verdad, de gozo, de capacidad de sacrificio, de dedicación a los hombres, de bondad y de compañía para cada hombre que he encontrado y encuentro –y que estoy llamado a reconocer por la totalidad con la que embarga mi vida– es una certeza que tengo la intención de comunicaros y transmitiros en estos días, de corazón a corazón, para que lo que llena mi vida, a pesar de mis límites y mis fatigas, pueda ser experimentado también por vosotros.
Que de esta experiencia de vida nueva, proclamada y comunicada, nazca en vosotros –en vuestras familias, en las relaciones diarias, en las circunstancias dentro de las cuales hacéis experiencia, a veces muy dura, de una vida cotidiana gravemente marcada por la pobreza– el gozo que es el signo de la presencia de Cristo, reconocido por nuestra libertad y correspondido por nuestro corazón.
Por esto alegraos, hermanos y hermanas, como a menudo recuerda San Pablo a los primeros cristianos. Abandonaos a este gozo, invertir sobre él la totalidad de la inteligencia y del corazón para que Dios pueda mantener, en vosotros y a través de vosotros, la gran promesa que ha hecho a toda la humanidad a través de Cristo: «Pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).
Buena Pascua a todos, desde los más pequeños a los más grandes; para aquellos para los que la vida es suficientemente tranquila como para los que tienen dificultad en llegar a final de mes; para los enfermos y los ancianos, para que en la variedad de condiciones y situaciones Cristo entre en vuestra existencia como principio nuevo y de victoria, porque Cristo es la victoria que vence al mundo.
¡Buena Pascua a todos!
Luigi Negri es el arzobispo de Ferrara-Comacchio (Italia).
Artículo publicado originalmente en Tempi.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Sin embargo, no encuentra los caminos de la razón y el hombre, por suerte o por desgracia, vive sobre todo de razones. ¿Qué está obligada a entender nuestra razón en estos meses y días terribles? Una violencia imparable, que caracteriza todos los ámbitos de nuestra vida personal, social, nacional, mundial. Estamos comiendo los frutos amargos de la rebelión hacía Dios y de la apostasía de Cristo que comporta, inexorablemente, la apostasía del hombre de sí mismo. Un odio y una nada que parecen rechazar las grandes certezas de la fe en el fondo de nuestra conciencia, hasta dejarla totalmente ocupada por una cotidianidad que no comprende y no corresponde a las exigencias de la vida auténtica.
Sin embargo, a esta tragedia, que atañe a toda la humanidad y no solo a la cristiandad, nosotros llevamos la novedad de Cristo. Efectivamente, con gran humildad pero con gran realismo –porque la virtud típica del cristianismo es el realismo, realismo en percibir la existencia y en percibir que la novedad es Cristo–, nosotros los cristianos sabemos que sólo Cristo ha llevado y lleva dentro de la experiencia humana una semilla buena de verdad, de libertad y de justicia, destruyendo las raíces del mal y de la violencia presentes en el corazón de la sociedad.
Esta, hermanos y hermanas, es la Pascua: Cristo ha vencido a la muerte y ha resucitado, y la muerte es el signo vergonzoso del mal y de la violencia. La muerte nos recuerda que el hombre no puede realizarse con sus manos, con su inteligencia, con su voluntad.
¡Cristo ha resucitado! Con Él resucitan el hombre y el mundo, y esta total certeza que ha colmado desde siempre mi vida de verdad, de gozo, de capacidad de sacrificio, de dedicación a los hombres, de bondad y de compañía para cada hombre que he encontrado y encuentro –y que estoy llamado a reconocer por la totalidad con la que embarga mi vida– es una certeza que tengo la intención de comunicaros y transmitiros en estos días, de corazón a corazón, para que lo que llena mi vida, a pesar de mis límites y mis fatigas, pueda ser experimentado también por vosotros.
Que de esta experiencia de vida nueva, proclamada y comunicada, nazca en vosotros –en vuestras familias, en las relaciones diarias, en las circunstancias dentro de las cuales hacéis experiencia, a veces muy dura, de una vida cotidiana gravemente marcada por la pobreza– el gozo que es el signo de la presencia de Cristo, reconocido por nuestra libertad y correspondido por nuestro corazón.
Por esto alegraos, hermanos y hermanas, como a menudo recuerda San Pablo a los primeros cristianos. Abandonaos a este gozo, invertir sobre él la totalidad de la inteligencia y del corazón para que Dios pueda mantener, en vosotros y a través de vosotros, la gran promesa que ha hecho a toda la humanidad a través de Cristo: «Pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5,17).
Buena Pascua a todos, desde los más pequeños a los más grandes; para aquellos para los que la vida es suficientemente tranquila como para los que tienen dificultad en llegar a final de mes; para los enfermos y los ancianos, para que en la variedad de condiciones y situaciones Cristo entre en vuestra existencia como principio nuevo y de victoria, porque Cristo es la victoria que vence al mundo.
¡Buena Pascua a todos!
Luigi Negri es el arzobispo de Ferrara-Comacchio (Italia).
Artículo publicado originalmente en Tempi.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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