Jóvenes, no reduzcamos el Sínodo a lo políticamente correcto
Los jóvenes se abren y esperan. Pobres de nosotros si los desviamos, de nuevo, hacia intereses e iniciativas banales. Pobres de nosotros si, en lugar de lanzarles a la gran aventura del significado último, los ayudamos a conformarse con poco.
El próximo Sínodo de los jóvenes es, ciertamente, una gran posibilidad de diálogo entre el Papa y los jóvenes, y llega en un momento de gran importancia para nuestra juventud.
No hay duda de que los jóvenes han sido abandonados a sí mismos por generaciones de adultos incapaces de responder a sus preguntas fundamentales, relacionadas con el sentido de la vida. Y han sido desviados -de manera más o menos expeditiva y más o menos explícita- hacia iniciativas de segundo nivel indicadas como importantes y decisivas. Basta pensar en todos los -ismos del siglo XX: el nacionalismo, el comunismo, el socialismo, etcétera. Pero después, de manera aún más mediocre, han sido desviados hacia el culto del bienestar, del poder económico, de la satisfacción psicoafectiva. Grandes posibilidades, pero incapacidad para educar: porque estas posibilidades que están dentro del corazón de cada joven como posibilidades positivas exigen una acción educativa seria, tenaz, constructiva y paciente.
Los adultos de las generaciones que nos han precedido, y también de la actual, no han sido capaces de llevar a cabo esta tarea, probablemente porque la confrontación con los jóvenes siempre ha puesto en evidencia la debilidad cultural y moral de las generaciones adultas.
Hoy, la situación aparece rodeada de factores que exigen una consideración profunda y, de algún modo, definitiva. Los jóvenes sufren ante la enorme precariedad de la existencia, que incluye precariedad en el trabajo y demás. En realidad es la precariedad sobre la consistencia de la vida, sobre el significado profundo de la existencia. Cuando dejamos que se expresen, afrontan inmediatamente este punto: entonces sabemos qué esperan si dejamos que nazca en ellos una pregunta.
Es la experiencia que tengo después de decenios de enseñanza en la universidad y de muchísimos encuentros con los jóvenes durante mis años como obispo. Los jóvenes se abren y esperan. Pobres de nosotros si los desviamos, de nuevo, hacia intereses e iniciativas banales. Pobres de nosotros si, en lugar de lanzarles a la gran aventura del significado último, los ayudamos a conformarse con poco.
Leyendo estos famosos documentos de preparación de las distintas iniciativas eclesiales a todos los niveles, tengo la sensación de que repiten un cliché; tengo la sensación que no están escritos por jóvenes y para los jóvenes, sino que se propone a los jóvenes, de nuevo, los esquemas habituales políticamente correctos. Así, en ellos se aborda la cuestión de la dificultad afectiva, el alejamiento de la moral católica y todos los otros temas que son rigurosa y puntualmente incluidos en estos documentos.
No creo que los jóvenes partan de aquí; y no creo que sus expectativas sean estas. Creo que es necesario recuperar la gran alianza entre las generaciones. Y la alianza se recupera sólo si cada generación asume su auténtica y definitiva responsabilidad: en el caso de los adultos, ofrecer propuestas convincentes que cubran todo el arco de la vida, no un detalle u otro; en el de los jóvenes, si son estimulados por una adecuada acción educativa, ser responsables de ellos mismos, ante Dios y la sociedad.
Lo que me parece inaceptable es esta situación de obviedad para la que estos documentos han sido escritos anticipadamente; parecen escritos para cualquier tema de los Sínodos; parece que vuelven a proponer una imagen de los jóvenes, desmotivados de todo y por todo, hacia los que hay que hacer un esfuerzo para que, mediante una acción que me cuesta llamar educativa, vuelvan a descubrir el valor de la moral sexual católica, de la familia, del trabajo, de los hijos, etcétera. Me cuesta pensar que los jóvenes tengan exigencias especiales y tan tortuosas. Sobre todo, me cuesta creer que los jóvenes esperen como solución a su vida obtener la máxima satisfacción a todos los niveles. El bienestar no es el ideal de los jóvenes; el bienestar es el ideal de los viejos, impuesto -a veces de manera forzada- a los jóvenes.
Esta es la razón por la que creo que el Sínodo podría ser una gran ocasión si fuera auténtico, es decir, si permitiera que todas las categorías que participan se pusieran realmente en juego, planteando preguntas, exponiendo las perspectivas deseadas, las dificultades que les afligen, las posibilidades positivas que experimentan. Un diálogo real y sincero.
Lo que mata a la juventud es el formalismo de los viejos.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Monseñor Luigi Negri es arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio.
Otros artículos del autor
- El dominio de la precariedad
- Navidad de alegría, certezas y, tal vez, perversiones
- Si los tortellini se convierten en cuestión de fe...
- ¿El problema de la Iglesia? La fidelidad a Cristo
- Cuaresma: que sea una mortificación
- Si no se reconoce la Presencia, todo es inútil
- Si la Iglesia se transforma en un lugar donde expresar la propia opinión
- Nos purificamos si vivimos el anuncio
- Alfie, un choque entre antropologías
- Es la obediencia al Padre lo que cambió el sentido de la historia