Viernes, 27 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¿Es usted sofisticado?


A la gente realmente le disgusta ser llamados no sofisticados o faltos de sofisticación, a no ser que ellos sean en verdad muy sofisticados, en cuyo caso les importa un bledo, desde el momento que ellos consideran a la persona que se lo llama falta de requisitos para pronunciarlo.

por Paul Johnson

La palabra «sofisticado», a pesar de ser de uso común, especialmente por personas que se ocupan profundamente en investigar para ser poco sofisticados, es palabra delicada, y verdaderamente la gente sofisticada la evita totalmente. Ahora, una vez que me he desahogado, intentemos definirla. Una dificultad es que la raíz de la palabra puede significar cosas opuestas. Así pues, un sofista puede ser tanto un «hombre sabio o instruido» (OED=Diccionario del Inglés de Oxford) como «alguien que hace uso de argumentos falaces». Macaulay, en su Historia, llama con ferocidad a los teólogos católicos, especialmente a los casuísticos «la odiosa escuela de los sofistas». «Sofistería» casi siempre significa «falsedad». Sofisticar, utilizado como verbo es mezclar productos y hacerlos impuros, adulterar, privar de sencillez, y hacer artificial. Hazlitt (1), él mismo una mezcla fascinante de intelectual sofisticado, raro para su época, y con manifiesta ingenuidad rayana con la idiotez (al punto de caer perdidamente enamorado de una desagradable criada ), usaba la palabra a veces, sea como verbo o como adjetivo, como un insulto. La acepción crítica se mantuvo a lo largo del siglo XIX- así, es de señalar que en 1880 nombres corrientes para niñas como Sarah o Mary se estaban «sofisticando» al convertirlos en Celestine o Mariette. La utilización de «sofisticado» en su sentido moderno se produjo sólo en la tercera década del siglo XX, aunque el OED (Diccionario de Oxford) cita «Jude the Obscure», la novela de Thomas Hardy como una autoridad anterior. Cuando se ha usado con aprobación, envidia y admiración, es esencialmente una palabra de los años 20 aflorando en el temprano Aldous Huxley de «Crome, Yellow and Antic Hay», y aplicado tanto a mujeres jóvenes como a hombres. La señorita Viveash de Huxley era sofisticada y también lo era Nancy Cunard, en la que ella se inspiraba. La palabra se movía en el campo cultural, experto desconcertante y omnisciente incapaz de decidir si Hijos y Amantes (2), y mucho menos el amante de Lady Chatterley (3), eran sofisticados o no o incluso falsamente-naif, de modo que los forzaba a soluciones deshonestas o tenía ambos sentidos. De los griegos a C.S. Lewis En los años 30 y 40 hizo el término profundas incursiones en la academia. Leemos que en la antigua Atenas, «la pederastia era probablemente más común entre la aristocracia, el rico indolente y el sofisticado que entre la gente sencilla». El examen recoge su usual horrible ambivalencia, término tanto de comedida alabanza como de abuso furtivo. Así encontramos al espantoso Raymond Williams hablando con monotonía en «Marxismo y Literatura»: «La mediación, en esta acepción de uso, parece así poco más que una sofisticación de meditación». Encuentre ese significado. En 1947 C.S. Lewis me dijo que era «una de esas palabras que hay que utilizar con el mayor de los cuidados». Le encantaba disertar acerca de su etimología y contradicciones, y hacía él mismo un malicioso uso de ella (cf. Su «That Hideous Strength»). En cualquier caso intento acertar en el blanco al definir sofisticación en el día de hoy y en este momento, e incluso elaborar un test por medio del cual usted pueda justamente (o incluso injustamente) determinar si alguien es sofisticado o no. La palabra provoca no sólo discusión sino también furor. A la gente realmente le disgusta ser llamados no sofisticados, o acusados de falta de sofisticación, a no ser que ellos sean en verdad muy sofisticados, en cuyo caso les importa un bledo, desde el momento que ellos consideran a la persona que se lo llama falta de requisitos para pronunciarlo. A lo que mi amigo filósofo el Profesor Prodnose añade: «Sí, y el único en verdad sofisticado es Dios». Procedamos entonces a dar las diez pruebas por las que podrá decidir si usted, o aquellos que usted sabe que tienen posibilidades, son o no sofisticados. No tiene que aprobar todas las diez. Con siete estará muy bien. Y la prueba número uno comienza con el último punto, ¿puede usted permanecer verdaderamente indiferente a lo que la gente dice o piensa sobre usted? Quiero decir, no sólo no darse por aludido sino permanecer totalmente en calma. ¿Puede usted no darse por aludido de lo que se dice sobre usted en una crónica de sociedad, o mejor aún, abstenerse de leerla cuando amigos amables le dicen que sale en ella? Personalmente considero que este punto puede llevarse demasiado lejos. Ahora llegan dos pruebas de conocimiento. Una persona sofisticada sabe todo, o una gran parte, pero en escasas ocasiones manifiesta su conocimiento. Un sabelotodo es terriblemente poco sofisticado. De manera ideal el conocimiento debe dejarse en reserva, y manifestado sólo en respuesta a un cuestionamiento serio. Pero ha de ser verdadero. No pretenda saber acerca del arte a no ser, dice, que pueda nombrar todos los 35 Vermeers auténticos, y discutir con sensatez sobre la cuestión del 36º. De acuerdo, valdrá con una docena ¿Puede hacerlo? En tercer lugar, y otra vez en cultura, es vital ser capaz de dominar entre bastidores los conocimientos que el amable John Amis (4) hace ver de manera fácil y natural en su impagable librito «Mi Música en Londres»: 1945-2000 o Cyril Cponnoly en «Enemigos de la Promesa» o «La Tumba Inquieta». ¿Perdió el interés primeramente Benjamín Britten por los chicos del coro cuando cambió su voz o cuando apareció su vello púbico? Si John Sparrow hubiera mostrado evidencias en el juicio de Chatterley, ¿habría sido diferente la historia de la literatura moderna? ¿Es más probable que un Picasso sea genuino con la firma o sin ella? Es vitalmente importante, sin embargo, aparentar no saberlo. El signo más claro de fallo en la sofisticación es el mencionar nombres importantes. ¿Es usted capaz de insinuar antes que afirmar? La anécdota sofisticada En cuarto lugar, y relacionándolo con lo último, viene la cuestión del anecdotario. Una persona sofisticada debería poder hacerle reír. Peor un anecdotalista puede tan fácilmente caer en la trampa del aburrimiento. E identificarse como aburrido es incluso peor que ser saludado como citador de nombres importantes. Aprenda a escucharse a sí mismo y a saber cuándo hay que pararse. El viejo «Monty» Mackenzie era un compañía encantadora durante la primera media hora. Después de eso, la ley conversacional de la disminución volvía a colocarlo en su sitio rápidamente. Una marca certera de sofisticación es la habilidad de mezclar de manera sincronizada una aleación de escucha y parloteo. Nadie que no sea un genuino oyente puede llamarse mundano. ¿Usted lo es? En quinto lugar, el punto de la conducta. El Cardenal Newman definió un caballero como alguien que nunca causaría daño voluntariamente. Hay algunas dudas acerca de si el adverbio que utilizó era «innecesariamente» o «deliberadamente». Y por supuesto que un caballero no es necesariamente sofisticado, aunque un caballero no sofisticado es un problema algebraico de orden social. Yo diría que un hombre sofisticado nunca causaría daño excepto al intentar extraer información por una buena causa de carácter social. Una dama sofisticada siempre puede conseguir saber lo que necesita saber sin hacer daño a nadie. ¿Supera esta prueba? Seis: la esencia de la sofisticación es la imperturbabilidad. Una persona sofisticada nunca jura, esto es, nunca utiliza tacos. Nunca pude meter esto en la cabeza de Ken Tynan. Esta bien que un hombre diga: «Que Dios te condene» en un acento muy inglés. O que un Yankee exclame: «Jolín» en el interior de Conética. Una dama puede susurrar una taco muy de vez en cuando. La Princesa Margarita dijo: «Sí, yo lo hago. La Reina no lo hace nunca. Pero desde luego ella es menos sofisticada que yo». La siete es una de las opiniones incidentales de Diana Cooper. Es muy poco sofisticado por parte de una dama decir que tiene que ir al servicio (nunca «váter», dese cuenta). Debería educar a su vejiga adecuadamente. Yo sostengo que eso se aplica también a un hombre, y es otro argumento contra la bebida. En realidad, lo que yo pienso sobre todo con relación a esto es que es imposible, en sentido práctico, para un hombre y menos aún para una mujer, ser sofisticado a no ser que reduzcan absolutamente al mínimo la bebida. De nuevo en sentido práctico, la prueba ocho es: dando por sentado que se trata de una maleta de tamaño moderado, ¿qué introduciría en ella para un fin de semana en Highgrove o Sandringham? La nueve está relacionada con ésta. Después de un acontecimiento como ese, ¿a qué sirviente daría propina, y qué, y cómo lo haría exactamente? Finalmente, y esta la última prueba de sofisticación –si se le invitara a acudir ante el Primer Ministro o al Presidente, ¿cómo lograría con éxito evitar cualquier mención a la política? ¿Y cómo decidiría cuál es el momento apropiado para marcharse? Pocos segundos antes de que se ponga claro directamente, es evidente. Pero, ¿cómo lo calcularía? Hágamelo saber si considera que hay mejores pruebas que éstas. (1)William Hazlitt (10 de abril de 1778 – 18 de septiembre de 1830) fue un escritor inglés célebre por sus ensayos humanísticos y por sus críticas literarias. (2)Referencia a «Sons and Lovers», la novela de D.H. Lawrence. (3)Referencia a «Lady Chatterley`s Lover», la novela de D.H. Lawrence. (4)John Amis es un famoso crítico de música clásica británico de la BBC. (5)Cyril Connolly es un círitico literario muerto en 1974. (6)Kenneth Peacock Tynan fue un influyente crítico y escritor de teatro británico a menudo controvertido. *Paul Johnson es escritor, historiador y periodista británico católico. Doctorado en la Universidad de Oxford, trabajó en New Statesman como director y editor hasta 1996. Autor de numerosas obras acerca de actualidad e historia en general, desde 1981 escribe una columna en la revista The Spectator. También colabora periódicamente con Forbes y National Review. Traducción de Pedro E. Megido
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