Sobre la reciente y fallida consagración de España
Cuando la Virgen Santísima pidió que el Papa y los obispos del mundo le consagraran Rusia, es meridiano que Dios estaba facultando al Papa y a los obispos para hacer algo que ordinariamente estaba fuera de su jurisdicción.
En principio, los obispos no tienen la capacidad de consagrar España, del mismo modo que no pueden consagrarme a mí, si yo no lo hago. Seguro que con buena intención, algunos arguyen que sí, que para muestra la petición de la Virgen Santísima de que el Papa y los obispos le consagrasen ni más ni menos que a Rusia. Me permito una digresión algo tediosa para intentar aclarar ese malentendido. La consagración de una persona, física o moral, es un voto, una promesa hecha a Dios de un bien: la dedicación de la persona, que libremente asume esa obligación, a Dios en alguno de sus misterios. El Estado –como explicaba don Enrique Gil Robles– es una persona moral que no se concibe con distintos deberes de humanidad y sociabilidad que las demás personas y por ese motivo tiene unos deberes para con Dios. El Estado debe ser cristiano por los mismos principios metafísicos, morales y teológicos que ligan al individuo con Dios y con su Iglesia. Si Estado e Iglesia son dos sociedades perfectas, cada una en su orden, es porque gozan de los medios para procurarse sus fines propios y cumplir sus particulares obligaciones, de modo que estas dos sociedades no forman a su vez otra sociedad con otro bien común propio. La sociedad tiene, al igual que el individuo, deberes de religión. Es, pues, el gobernante de la sociedad quien puede vincular a ésta y quien debe ordenar los actos sociales de religión, como cualquiera otros relativos al bien común de aquélla. Las sociedades perfectas tienen obligación negativa de justicia de no impedirse una a la otra la consecución de su propio fin y un deber de caridad de ayudarse a conseguirlo. Que el Estado sea formalmente inferior a la Iglesia y deba servirla no desfigura su condición de sociedad perfecta en su orden. De hecho, en cuanto a las relaciones entre ambas sociedades, uno de los abusos posibles consiste, precisamente, en la atribución de jurisdicción universal directa a la Iglesia sobre asuntos propios del bien común temporal. Exageración que supondría la aniquilación de la personalidad moral del Estado. Por lo tanto, los deberes (o los actos supererogatorios) del Estado, también en materia de religión, sólo los puede cumplir el gobernante civil. Con esto poco tiene que ver el hecho de que Dios, dueño de todo lo creado, no esté limitado por el orden natural de las cosas y, sin ir contra él, lo supere cuando quiera. Fue el caso de los Jueces en el Antiguo Testamento, gobernantes civiles elegidos por Dios directamente. Dios, hay que repetirlo, no está atado por las leyes de la creación, pero no va contra ellas cuando suspende una ley natural o cuando, como en el caso de los Jueces, prescinde de la colación ordinaria del poder en las sociedades. En estos casos otorga un mandato implícito para hacerlo. Dios faculta para consagrar Como dice el adagio, quien quiere el fin, quiere los medios. De igual modo, cuando la Virgen Santísima pidió que el Papa y los obispos del mundo le consagraran Rusia, es meridiano que Dios estaba facultando al Papa y a los obispos para hacer algo que ordinariamente estaba fuera de su jurisdicción. El mandato de Dios de consagrar Rusia conllevaba por eso mismo la facultad de hacerlo, y prueba de ello es que Dios pide una consagración especialísima, a la cual liga unas consecuencias, completamente diversas de las del acto de consagración ordinaria de un reino (la conversión de Rusia y un período de paz para la humanidad). Así, pues, nadie niega que, si Dios quisiera, los obispos de España, o los de Mozambique, podrían consagrar España o Armenia. Pero para ello sólo hace falta el pequeño detalle de que, efectivamente, Dios lo pida y por eso mismo les faculte a ello (lo mismo que Dios mismo puede designar una nueva Juana de Arco o un nuevo Juez de Israel). Mientras ese pedido no llega del cielo, los obispos sólo tendrían –en el orden de las cosas temporales– una jurisdicción indirecta sobre el territorio de sus diócesis. Cuando el pequeño Joseph (luego Padre Vincent) McNabb jugaba con sus hermanos, discutió con ellos porque se empecinaba en que él podría llegar a ser presidente de los Estados Unidos. Es sabido que la constitución americana exige haber nacido en el país para llegar a ser el máximo gobernante, y McNabb había nacido y vivía en Irlanda. El pequeño McNabb tenía razón. Decía: «Si Dios quiere que yo sea Presidente de los Estados Unidos, lo seré». Sin embargo, se hubiera confundido si hubiera deducido falazmente que Dios quería. De modo que los obispos, sin mandato especial habilitante del cielo, no podían consagrar España. Además, la fórmula de «consagración de España» que se leyó, omite lo formal en una consagración, y es que la persona en cuestión se comprometa a algo. Dice «todos y cada uno nos consagramos hoy a tu Sagrado Corazón». Es decir, que no pretendía vincular a la comunidad política, a la persona jurídica, sino –en todo caso– a su mero aspecto material (todos y cada uno, se sobreentiende, ¡ay!, «de los españoles»), pero sin mencionar lo formal (el pueblo español, los reinos de España o la persona del gobernante en cuanto tal). Así pues, ni podía ser, ni la fórmula hubiera sido válida como voto. Pero si todo esto es grave, aún creo que lo peor es lo que está por llegar. La consagración, salvo mandato expreso de Dios (como en el caso de Luis XIV), es un acto opcional para las sociedades. Es un acto que refuerza, pero no sustituye los deberes de la comunidad política respecto de Dios y de la Iglesia. Su pleno sentido es el de añadir a la obligación natural y propia del Estado, el deseo de obligarse por un nuevo título delante de Dios… al cumplimiento de las obligaciones religiosas y morales del Estado. Es un acto que debe coronar la celosa conformación de la legislación y de los actos de gobierno a la ley de Dios, pero que, precisamente por su naturaleza icónica y ritual, se presta fácilmente a la ilusión: la de que, hecha la consagración, satisfechas las obligaciones. Nada más lejos de la realidad. La ignorancia de la Doctrina Social de la Iglesia Ése es precisamente el gravísimo vicio de la «consagración» alfonsina de 1919. Sería interesante abundar en aquel episodio, pero quizá me desviaría de lo que me parece más grave hoy. Los católicos españoles, en su inmensa mayoría, ignoran la misma existencia de una doctrina social de la Iglesia, de la doctrina del Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo, de las obligaciones de las sociedades de conformarse a la ley de Dios y de dar testimonio de la verdad de Dios, y no sólo: también ignoran que en cuanto miembros de la comunidad política deben desear y luchar por la restauración de todo –también en el orden político– en Cristo. Quienes ignoran estas enseñanzas esenciales de la Iglesia, ¿qué podían esperar de una «consagración de España al Sagrado Corazón»? En el mejor de los casos, pensarán que fue lo que en realidad fue para ellos: una oración de intercesión por España. En la medida, que sólo Dios conoce, del fervor de la caridad con que los católicos españoles se unieran a esa no proclamada intención, habrá sido una oración agradable a Dios y, por eso mismo, misteriosamente eficaz. Pero es cosa triste consolarse en la ignorancia moralmente invencible. Después de esta fallida consagración (a los que algunos otorgan un «mágico» poder, como si por el mero hecho de decir algo –que no se dijo, además– Dios fuera a absolvernos de nuestros deberes y a premiar nuestra facundia), la generalidad de los católicos españoles sigue tan ignara de sus obligaciones sobre el Reinado Social de Nuestro Señor Jesucristo como antes. Y ¿quién podrá extrañarse de ello? Si los pastores no les predican tales deberes –más bien, si predican su no existencia–, más preocupados por salvaguardar nuestra convivencia democrática que por instaurarlo todo en Cristo, ¿cómo creerán? Por eso, éstas mis reflexiones no se centran en el acto del pasado domingo más que como ejemplo emblemático de nuestra desolación y no pretenden recriminar, sino alentar. Pidámosle a Dios que nos ilumine y nos muestre el mejor modo de hacer un apostolado social católico Y ojalá que sepamos colaborar entre nosotros. (El Brigante)
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