Aborto: ¡no nos callarán!
Hemos de dar por supuesto que los partidarios de la cultura de la muerte intentarán combatirnos con mil y una falacias, desprestigiarnos, incluso destruirnos si pueden, pero, pese a todo, no podemos callar. Si los defensores de la vida calláramos, para nuestra vergüenza y condena, hablarían las piedras.
El miércoles de la semana pasada, 17 de junio, el Parlamento español rechazó, por 183 votos en contra y 160 a favor, la propuesta del diputado de Unión del Pueblo Navarro, Carlos Salvador, para suspender la tramitación de la nueva ley del aborto, aún mucho más permisiva que la actual, auténtico coladero que en la práctica viene a ser una ley de barra libre. Votaron en contra de la propuesta de UPN, como era de esperar, toda la izquierda (socialista, comunistas-verdirrojos y esquerristas), empeñada en matar a todo el que se presente por delante, y, ¡oh, sorpresa!, los antaño meapilas del PNV. A favor lo hicieron, Coalición Canaria, ocho de los diez diputados de CiU y el PP en bloque, menos la «señora» malagueña, como la llamaba el ex diputado comunista, Antonio Romero, Celia Villalobos, que se abstuvo. Si en España se votara mediante listas abiertas, como demanda una democracia digna de tal nombre, en lugar del bodrio oligárquico que padecemos, a esta señora la votaría ella misma, su marido y acaso su tía la del pueblo, pero no muchos más. Veríamos entonces si iba por la vida de exhibicionista progre, al menos bajo el escudo del PP. Como no podía ser de otro modo, la Conferencia Episcopal salió al paso inmediatamente condenando de nuevo la barbarie abortista, haciendo uso de su legítimo derecho a opinar, como cualquier otro ciudadano, y, además, ejerciendo su a veces difícil obligación de hacer oír su voz en cuestiones morales de tantísima gravedad, como esta de la terrible plaga del aborto. Porque es aborto, destrucción de vidas humanas, y no ese eufemismo melifluo de «interrupción voluntaria del embarazo». Aquí no hay interrupción que valga, puesto que los procesos que se interrumpen pueden reanudarse de nuevo, si las circunstancias cambian, pero si se asesina al feto, no hay forma humana de recuperar lo que ha sido totalmente destruido. En último término a los obispos les ampara, no sólo su condición de expertos en moral y humanidad, sino la razón, la ciencia y la misericordia humana con los más débiles. Sus palabras fueron inmediatamente replicadas por los socialistas, como si les hubiera picado una avispa en sálvese la parte. El bachiller José Blanco, «católico» en los ratos libres, dijo que la nueva ley tenía por objetivo garantizar la libertad de las mujeres y la seguridad jurídica de los «profesionales» que practican abortos. O dicho de otro modo, la impunidad penal de los matarifes de vidas humanas, sí, seres humanos, aunque lo ignore la ignorante ministra esa que lleva la voz cantante en cuestión tan inhumana. Otros socialistas afirman, tan campanudos, que con esta ley se evitará que ninguna mujer abortante vaya a la cárcel. ¿Pero en España, alguna vez fue mujer alguna a presidio por provocar la muerte voluntaria de su propio hijo? Ni siquiera en tiempos de Franco, que yo recuerde. Entonces, muy de tarde en tarde, acaso alguna reparadora de entuertos terminaba ante los tribunales, pero no dejaban de ser casos muy aislados y, en general, precedidos de algún hecho escandaloso. Y, sin embargo, cada aborto voluntario no deja de ser, tanto desde un punto de vista científico como humano, la supresión de una vida humana, o sea, un homicidio. ¿No debería castigarse de algún modo este género de crímenes, tanto más cuanto más indefensa es la víctima? ¿Con penas de cárcel? A los «profesionales» que defiende don José Blanco, sin duda, porque sólo se puede hacer lo que hacen por maldad y afán embrutecido de lucro. Y a las víctimas-victimarias, es decir, a las abortantes, sería de justicia aplicarles alguna privación de derechos civiles, por su irresponsabilidad cívica y humana. El aborto es un crimen, mírese desde el punto de vista que se quiera, y un crimen no puede quedar impune. Exige su castigo una simple cuestión de salud social. Pero no sólo a las abortantes, sino a quienes han causado el embarazo. La concepción es cosa de dos, por lo tato, los dos son igual de responsables y ambos tendrían que responder ante quien fuese por su irresponsabilidad. El aborto, junto con el matrimonio de quita y pon y la descomposición familiar, son algunos de los grandes objetivos del feminismo radical, de indudable raíz marxista. Ya en el último período de la Segunda República, el frente femenino de las organizaciones de ultra izquierda desfilaban por la ciudades españolas, puño en alto, primero al grito de «hijos, sí; maridos, no», y seguidamente, al de «maridos, no, hijos, tampoco». En nuestro tiempo, fracasada la lucha de clases, como advirtió y predijo Gramsci, en los años setenta del siglo XX, el marxista Marcuse y otros de su línea, diseñaron el asalto a la «sociedad burguesa occidental», soliviantando a la juventud contra sus mayores, padres y profesores, dando origen a la revolución cultural del sesenta y ocho. Los destrozos fueron de tal calibre, que buena parte de la juventud perdió definitivamente el sentido ética de la vida, sobre todo en el aspecto sexual. Y en esa estela estamos navegando. Mas, pese a todo, la sociedad occidental no naufragó del todo, aunque quedó muy dañada. Finalmente, por ahora, en un intento de provocar el naufragio ético total (sin principios éticos no hay sociedad que perviva), resurgió el feminismo radical, la lucha de las hembras contra los machos, la guerra de géneros. En definitiva, siempre la lucha de unos contra otros. De la misma manera que la esencia del cristianismo es el amor («amad a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a vosotros mismos»), la naturaleza del marxismo es el odio, la lucha entre grupos humanos. Es decir, la guerra civil permanente, de manera que hemos de dar por supuesto que los partidarios de la cultura de la muerte intentarán combatirnos con mil y una falacias, desprestigiarnos, incluso destruirnos si pueden, pero, pese a todo, no podemos callar. Si los defensores de la vida calláramos, para nuestra vergüenza y condena, hablarían las piedras.
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