Viernes, 27 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¿Un Papa que fue nazi?


Conforme fue pasando el tiempo el gobierno enroló a los jóvenes alemanes, las más de las veces sin su consentimiento, en las filas activas para desempeñar servicios laborales que consistían en ayudas específicas de carácter práctico para el mantenimiento de los cuarteles o de las bases de información militares, por ejemplo.

por Jorge Enrique Mújica, L.C.

Para robarle la fama a una persona lo más fácil es calumniarla. A Benedicto XVI le han buscado desprestigiar desde el día que lo eligieron Pontífice. A raíz de la peregrinación a Tierra Santa de mayo de 2009, las falacias sobre su persona se han ido multiplicando y encontrado eco en diversas publicaciones. Hay muchos a quienes no les agrada que el Papa recuerde la verdad del hombre al hombre de hoy y por eso recurren a la mentira o a la simplificación para descalificarle. Y es que el difamar a un ser humano, robarle la fama, denigrarlo, es muy fácil. Bastan comentarios ligeros, simplificaciones baratas, palabras preñadas de sutil dolo, juicios gratuitos y sin fundamentos; aunque todos los hombres tienen una capacidad crítica no todos la ponen en práctica y se dejan llevar fácilmente por las opiniones comunes. Decir, por ejemplo, que Benedicto XVI fue nazi en su juventud pero que lo ha venido ocultando, es un juicio que merece un repaso por la vida de Joseph Ratzinger y amerita repetir la clase de historia contemporánea elemental. A raíz del viaje apostólico a Tierra Santa, y del precedente caso del obispo lefebvrista Williamson, se viene escuchando este comentario. ¿Es verdad que Joseph Ratzinger fue nazi? El Papa nunca ha negado que hizo acto de presencia en grupos cercanos a las milicias del Tercer Reich. También ha dejado claro que nunca estuvo en el frente de batalla. En el libro autobiográfico «Mi vida», él mismo narra el contexto histórico padecido, la manera como se vio obligado a estar en esos grupos –y luego su enrolamiento en el ejército–, en qué consistió su participación y cómo salió. El contexto histórico Quien conoce de historia sabe cómo llegó Hitler al poder y lo que sucedió luego. De lo vivido entonces por el pequeño Joseph, Ratzinger contará: «Los nazistas hablaron rápidamente de toma del poder, y de esto se trató efectivamente. El poder vino, de hecho, ejercitado desde el primer momento […] vinieron introducidas las juventudes hitlerianas y la liga de las mujeres alemanas, vinculadas a la escuela, así que también mi hermano y mi hermana debieron tomar parte en sus manifestaciones. Mi padre –que era policía rural– sufría mucho por el hecho de tener que estar al servicio de un poder estatal a cuyos vértices consideraba criminales aunque, gracias a Dios, su trabajo en aquel lugar y en aquel tiempo casi no era tocado. En los cuatro años que transcurrimos aquí –se refiere a Aschau, ndr– de aquello que puedo recordar, el nuevo régimen se mueve sólo para espiar y tener bajo control a los sacerdotes que tenían una conducta hostil al Reich; valga decir que mi padre nunca tomó parte en esto personalmente; al contrario, puso en guardia y ayudó a aquellos sacerdotes de los cuales sabía que corrían peligro». Conforme fue pasando el tiempo el gobierno enroló a los jóvenes alemanes, las más de las veces sin su consentimiento, en las filas activas para desempeñar servicios laborales que consistían en ayudas específicas de carácter práctico para el mantenimiento de los cuarteles o de las bases de información militares, por ejemplo. «Mi hermano tenía 17 años, yo 14. Quizá yo estaría fuera pero era claro que mi hermano no podría fugarse. De hecho, en el verano de 1942 vino enrolado en el así llamado servicio laboral […] Fue asignado al departamento de las comunicaciones, como radiotelegrafista. Después de pasar por Francia, Holanda y Checoslovaquia, en 1944 fue enviado al frente italiano, donde fue herido y, afortunadamente, transferido a Traunstein al hospital militar dispuesto en el seminario que para él había sido el lugar de tantas experiencias religiosas. Pero apenas restablecido fue enviado nuevamente al frente italiano […] No obstante la gravosa oscuridad del cuadro histórico, delante de mí estaba todavía un bello año académico en casa y en la escuela de Traunstein…». Mientras tanto, los azotes de la guerra se dejaban sentir cada vez más y más. Al respecto, el entonces cardenal Joseph Ratzinger recordará: «[…] en los periódicos estaban elencados los caídos; casi todos los días venía celebrada una misa por algún joven soldado caído en la guerra. Cada vez eran más los nombres de aquellas personas conocidas por nosotros. Cada vez más se trataba de estudiantes de nuestra escuela, jóvenes llenos de vida y de fe, que nosotros habíamos conocido personalmente, que hasta hacia poco tiempo habíamos visto cercanos a nosotros». Obligado a formar parte Pese a la aparente fortaleza del ejército alemán, los primeros fracasos se empezaron a suceder; fracasos que conllevaban la pérdida de hombres y la necesidad de más para hinchar las filas en los frentes de batalla o, por lo menos, para no mermar el ánimo de los que ya estaban en ellas. «Vista la creciente falta de personal militar, en 1943 los hombres del régimen inventaron algo nuevo. Dado que los estudiantes de los internados debían vivir de todos modos en comunidad, lejos de casa, consideraron que no había ningún obstáculo para cambiar la sede de los colegios, colocándolas en las apretadas bases antiaéreas. Además, desde el momento que no estudiaban todo el día, parecía del todo normal que utilizaran su tiempo libre para los servicios de defensa de los ataques aéreos enemigos. De hecho, yo no estaba internado desde hacia tiempo, pero desde el punto de vista jurídico formaba todavía parte del seminario de Traunstein. Fue así que el pequeño grupo de seminarista de mi generación (generación 1926 y 1927) fue llamado a los servicios de contra-aviones a Munich. A los diecisiete años tuvimos que aceptar un tipo muy particular de internado. Habitamos las barracas como soldados regulares que éramos, obviamente una pequeña minoría; nos vinieron impuestos los mismos uniformes y, en sustancia, debíamos desarrollar el mismo servicio con la única diferencia que a nosotros estaba concedido también frecuentar un mínimo de clases…». Su participación Así la narra él mismo: «[…] el periodo transcurrido causó situaciones embarazosas, sobre todo para los individuos tan poco inclinados a la vida militar como yo. Aquí yo estuve asignado a los servicios telefónicos y el suboficial al que estábamos subordinados defendió con firmeza la autonomía de nuestro grupo. Estábamos dispensados de todos los ejercicios militares y ninguno osaba inmiscuirse en nuestro pequeño mundo […] Más allá de mis horas de servicio, podía hacer todo aquello que quería y dedicarme sin graves obstáculos a mis intereses. Además de todo, sorprendentemente, estaban ahí un conspicuo grupo de convencidos católicos que llegaron a organizar clases de religión y a obtener el permiso de frecuentar ocasionalmente la iglesia». En 1944, llegado al límite de edad para el servicio militar, fue llamado a éste. El 20 de septiembre fue trasladado a los confines entre Austria, Hungría y Checoslovaquia: «Aquellas semanas de servicio laboral se han quedado en mi memoria como un recuerdo oprimente […] Una noche fuimos levantados de la cama y reunidos, todavía medio dormidos. Un oficial de la SS nos llamó uno por uno fuera de la fila y trató de inducirnos al enrolamiento voluntario en el cuerpo de la SS explotando nuestro cansancio y la posición de cada uno delante de todo el grupo reunido. Muchos fueron enrolados de este modo en ese cuerpo criminal. Junto a algunos otros yo tuve la fortuna de poder decir que tenía la intención de hacerme sacerdote católico. Venimos cubiertos de burlas y de insultos y devueltos dentro, pero esta humillación nos había agradado mucho desde el momento que nos liberamos de la amenaza de ese enrolamiento falsamente voluntario y de todas las consecuencias». «Era común que aquellos que prestaban servicio laboral, con el acercarse del frente, vinieran enrolados en el ejército; y era esto lo que nosotros esperábamos. Pero para agradable sorpresa, las cosas fueron diversamente […] El 20 de noviembre nos fueron dadas las maletas con nuestros vestidos civiles y vinimos despedidos en un tren que nos regresó a casa, con un viaje continuamente interrumpido por las alarmas aéreas. Viena, que en septiembre no había sido tocada por los eventos de la guerra, mostraba ahora las heridas de los bombardeos. Todavía más impresionante se me hizo la vista de la amada Salzburgo donde no sólo la estación estaba reducida a un cúmulo de escombros sino también el símbolo de la ciudad –el grandioso domo del Renacimiento– había sido duramente golpeado; si bien recuerdo, la cúpula había sido derrumbada […]». Pero al fin llegó a casa el joven Joseph: «Era un encantador día de otoño… raramente he sentido tan fuertemente la belleza de mi tierra como en este retorno a casa de un mundo desfigurado por la ideología». Cómo salió Al regreso se encontró nuevamente con que era llamado aunque le fueron concedidas tres semanas para el descanso. Tuvo que ir. La Navidad la pasó en las barracas. Meses más tarde sería exonerado del servicio por enfermedad pero tuvo que continuar enrolado en el ejército aunque nunca fue en el frente de batalla. La muerte de Hitler reforzó la esperanza de que el final de la guerra estuviese cerca… «Al final de abril o en los primeros de mayo, no recuerdo con precisión, decidí regresar a casa. Sabía que la ciudad estaba circundada de soldados que tenía la orden de fusilar sobre el puesto a los desertores. Por esto, para salir de la ciudad tomé un camino secundario con la esperanza de pasar desapercibido. Pero a la salida de una galería estaban dos soldados centinelas y por un momento la situación se hizo extremamente crítica. Por fortuna, eran de aquellos que no podían más con la guerra y no querían transformarse en asesinos». Finalmente llegaron los estadounidenses. A Joseph, como a tantos otros, le tocó convertirse en prisionero de guerra. La casa de los Ratzinger se convirtió en cuartel militar estadounidense. Joseph tuvo que marchar caminando a pie durante tres días hasta otro cuartel para prisioneros. Por junio los empezaron a dejar marchar; a él le tocó el día 19. Ya libre, se las tuvo que arreglar para llegar a su casa. Contará después, anecdóticamente, con referencia a ese día: «En mi vida nunca he comido alimento más felizmente como aquel que mi mamá preparó aquella vez con los productos de nuestro huerto. Pero para que nuestra alegría fuese plena faltaba todavía algo. Desde el inicio de abril no habíamos tenido noticia de mi hermano […] Por eso fue muy grande nuestra alegría cuando, en un día caliente de julio, se sintieron improvisamente los pasos y aquel del que por tanto tiempo no se había sabido nada; estaba ahora en medio de nosotros, bronceado por el sol de Italia…». «Durante la fiesta de Navidad llegamos a tener un encuentro entre nuestros compañeros de clase, los sobrevivientes agradecieron por el regalo de la vida y por la esperanza que renació, incluso en medio de todas las destrucciones». Simplificar no siempre lleva a correctas comprensiones. No parece justo reducir la figura de un hombre de semejante estatura humana y espiritual a la mentira de quienes por intereses subjetivos quieren desprestigiarle.
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