Viernes, 27 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Y ¿dónde estaba Dios?


Las injusticias y crueldades, tanto a nivel personal como social, son efectos de nuestras decisiones libres, claramente en contra de las normas de la Ley Natural (la conciencia) y de la Ley revelada, en el Decálogo y en la enseñanza de Cristo.

por P. Manuel Mª Carreira S.J.

Un terremoto en China ha causado la muerte de más de 69.000 personas (20.000 siguen desaparecidas). Cuando la vida se contabiliza y se redondea, como en este caso, el Misterio de cada hombre se masifica, se aliena. Pero cada vida de esta cifra de ceros era única, era plena, irrepetible, y una catástrofe natural las ha igualado a todas bajo los escombros ¿Dónde encontrar a Dios aquí? ¿Cómo hacer compatible este mal con la existencia de un Dios que conoce el número de cabellos de nuestra cabeza, según afirma la Sagrada Escritura? La tragedia de China no es la tragedia de unas cifras descomunales, es la tragedia de la muerte de cada hombre. La rápida difusión de noticias en nuestra época, de conexión casi instantánea a través de todo el planeta, lleva consigo la sensación abrumadora de que hay una sucesión casi ininterrumpida de catástrofes y situaciones de dolor y angustia a una escala incontrolable. El último gran terremoto en China, con más de 68.000 víctimas y la destrucción de millones de viviendas, viene a conmocionarnos cuando todavía no se ha resuelto la ayuda más urgente a los afectados por el gran ciclón que en Myanmar dejó 100.000 muertos. Sequías y hambres generalizadas en África, terremotos y erupciones volcánicas en Sud-América, inundaciones en la India y Filipinas, son ya tan frecuentes que, o se produce una cierta insensibilidad a tanto sufrimiento inevitable, o se cae en el fatalismo ante males que superan toda capacidad humana de aliviar el sufrimiento de millones de inocentes. A todo esto se añade la lacra insoportable de terrorismo, odios raciales y religiosos, explotación de los más débiles, condiciones infrahumanas de malvivir en tantos lugares de todo el planeta. ¿Qué puede decirse, lógica y teológicamente, a la pregunta obvia: ¿Cómo puede Dios hacer un mundo donde hay tanto dolor, tanto MAL? La Teología habla del «misterio del Mal» como algo para lo que no tenemos una respuesta simple y satisfactoria. La objeción, ya desde antiguo, se puede formular con el dilema tajante de Epicuro: «Si Dios no quiere suprimir el mal, es envidioso; si no puede suprimirlo, es débil». En ambos casos la respuesta es incompatible con la idea de un Dios que es infinito Amor, con infinita Sabiduría e infinito Poder. ¿Qué puede decir nuestra Ciencia y nuestra Fe a este respecto? En el Antiguo Testamento se veía con perplejidad cómo el justo sufre, o por causas naturales o por la opresión del impío, sin que Dios aparezca como salvador del inocente. En el Libro de Job se expresa de una forma dramática el misterio de su dolor, cuando pierde su familia y sus posesiones por ataques de bandas de asesinos y por los efectos de una tormenta repentina. Ante sus quejas de verse «castigado» sin haber cometido culpa alguna, la única respuesta que se le da es que Dios ¡no tiene obligación de justificarse ante ningún tribunal humano! Y sin una mirada más allá de la vida presente, solamente se le puede dar la razón restaurándolo a un estado de mayor prosperidad que el que había perdido, pero sin resolver el problema profundo, pues no siempre se da esa recompensa a los que sufren sin culpa alguna, sea por agentes naturales o por la malicia humana. En el Evangelio Cristo hace notar que una desgracia material -el derrumbamiento de una torre que causa la muerte de varias personas- no debe interpretarse como un castigo de pecadores. Ni es una enfermedad la retribución de pecado alguno del enfermo o de sus padres. Al contrario, muchos santos han tenido que sufrir toda clase de achaques y enfermedades, sin que ello implique un alejamiento de Dios. Es necesario distinguir entre el mal físico y el mal moral. La libertad humana lleva consigo necesariamente la posibilidad de santidad heroica y de depravación abismal, pero Dios -que crea el mundo para tener relaciones personales con seres inteligentes y libres- no fuerza nuestra libertad ni nos convierte en autómatas programados para una actividad meramente instintiva. No podemos echar en cara a Dios lo que hacemos en contra de su voluntad. Su gracia es siempre suficiente para vencer nuestras inclinaciones al mal, pero no nos determina a un proceder u otro. Somos responsables de nuestros actos, aunque tal responsabilidad se vea disminuida por influjos sociales, educativos o de pasiones no controladas debidamente. Las injusticias y crueldades, tanto a nivel personal como social, son efectos de nuestras decisiones libres, claramente en contra de las normas de la Ley Natural (la conciencia) y de la Ley revelada, en el Decálogo y en la enseñanza de Cristo. Tanto es así, que el proceder hacia el prójimo, aun el más humilde y menos importante, Cristo lo toma como dirigido a Él y se convierte en norma de premio o castigo. Y esto aun cuando no haya un proceder directamente ofensivo al prójimo, sino solamente la indiferencia de no ayudar al que tiene necesidad material o espiritual. ¡Cuánto dolor se evitaría en el mundo si esto se tomase en serio! Nos impresionan los números de víctimas en un hecho súbito de un fenómeno imprevisto de la naturaleza, pero nos hemos insensibilizado ante la barbarie de millones de abortos, y se propone como «derecho» una eutanasia que trata el dolor eliminando a los dolientes. Se mantiene el tráfico humano de la prostitución, del trabajo en esclavitud de niños, de ver a quienes apenas pueden sostener un arma convertidos en «carne de cañón» en conflictos tribales o de terrorismo que se ceba precisamente en los inocentes indefensos. Sin duda que la inmensa mayoría del dolor del mundo no tiene otra causa que la maldad humana disfrazada de toda clase de motivos altisonantes. Pero, aun en una sociedad utópica de personas santas y siempre motivadas por un amor sin egoísmos ni ambiciones de dominio, el dolor de orden físico, causado por la enfermedad, la muerte, las catástrofes naturales, seguiría presentando un problema racional y teológico. ¿Es posible hablar de un Universo hecho para que exista el ser humano, con un ajuste finísimo de propiedades ya en su primer momento (Principio Antrópico) y aceptar que las leyes de la naturaleza material lleven a situaciones de catástrofe como la del terremoto en China? Incluso, a muy largo plazo, ¿aceptar que las leyes físicas predicen inevitablemente la destrucción de todas las estructuras necesarias para la vida? La respuesta debe tener en cuenta la realidad de nuestra existencia condicionada precisamente por las propiedades y leyes de la materia. No es posible vida en una estructura material sin aceptar que la actividad biológica implica dependencia del entorno, desgaste, y finalmente muerte. El entorno de la Tierra está en constante renovación sin la cual el planeta pronto dejaría de ser habitable: la tectónica de placas -causa de terremotos y volcanes- es necesaria para renovar la corteza terrestre y mantener la atmósfera con una composición adecuada. Ningún otro planeta del sistema solar tiene procesos geológicos comparables. Los vientos y corrientes oceánicas que distribuyen el calor por todo el planeta son también los que causan ciclones y lluvias torrenciales o zonas secas. La Tierra es una «casa» habitable a lo largo de millones de años precisamente por esta constante actividad de fuerzas controladas por factores internos y externos, desde el núcleo de hierro en su centro hasta las emisiones de partículas de alta energía en las fulguraciones solares. Todo ello aun sin tener en cuenta posibles efectos de la actividad vital de toda la capa biológica de continentes y océanos ni el efecto de la actividad agrícola e industrial del Hombre desde que aparece en la Tierra. Que todos estos factores, desconocidos hasta muy recientemente, lleven consigo efectos de destrucción de ciudades, inundaciones, falta de alimentos en zonas concretas, no debe sorprendernos ni llevarnos a negar la Sabiduría de un Creador providente. Si se construye un pueblo en la falda de un volcán, es de temer que sufra las consecuencias de una erupción. Con mayor conocimiento científico, se exige en zonas sísmicas que las construcciones sean adecuadas para que resistan los terremotos previsibles. Si esto no se hacía antes -por desconocimiento o por una actitud de confiar en un optimista cálculo de probabilidades- no es lógico esperar que el Creador cambie las leyes de la naturaleza para evitar daños, aun a inocentes. El efecto del entorno en el organismo de cada ser viviente es también un factor que tiene que tenerse en cuenta, así como el desgaste propio de toda actividad biológica. La enfermedad es consecuencia de estos factores: desde la radioactividad natural y rayos cósmicos, del Sol y la galaxia, pasando por la composición química del aire y de los alimentos -tal vez modificada por su preparación- hasta la presencia o ausencia de micro-organismos necesarios o nocivos. El ser vivo, incluyendo el Hombre, nace, y se desarrolla en un continuo intercambio con un ambiente donde casi todo es beneficioso en una cantidad adecuada, pero casi todo es nocivo en exceso o en su ausencia total. No es lógicamente posible que se eviten todos los resultados perjudiciales a lo largo de toda la vida, desde la concepción con estricta dependencia de la herencia genética, hasta una edad en que el desgaste orgánico debe finalmente llevar a la muerte. Nadie se muere en perfecta salud, si no es de forma accidental o violenta. Nos conmueve -y debe hacerlo- el sufrimiento que la enfermedad causa, especialmente en los niños, donde vemos la inocencia más completa y cuyo dolor parece tan sin sentido. No es fácil aceptar que su vida comience de una forma tan penosa y que termine sin poder florecer en una madurez donde se deben desarrollar tantas potencialidades de quien está llamado a realizarse progresivamente, como Imagen y semejanza de Dios, en la búsqueda de Verdad, Belleza y Bien. Si uno se queda en lo meramente elemental de una filosofía sin otros horizontes que la existencia terrena, llegará a la afirmación desoladora del Eclesiástico: «La suerte del Hombre y del animal es la misma: el uno se muere igual que el otro... Ambos tienen el mismo destino; ambos provienen del polvo y ambos vuelven al polvo». Y la ciencia, con su predicción de una etapa final del Universo como una inmensa burbuja de vacío, oscuridad y frío, hace decir a Steven Weinberg (último párrafo de su libro Los Tres Primeros Minutos): "Cuanto más conocemos el Universo, más absurdo parece". La Revelación total de nuestro destino, dada en Cristo y realizada en Él como Cabeza de la humanidad redimida, es la que evita el absurdo, dando sentido a nuestra existencia y aun al dolor y la muerte. Si es todavía difícil entender y aceptar que Dios-Amor-Omnipotente no nos libre de tanto dolor de cuerpo y alma cada día, al menos tenemos que reconocer que nuestras penas no le son extrañas: Él se hizo Hombre y participó de todas ellas. Conoció el hambre, la sed, el cansancio, la desilusión, la traición, la soledad, la agonía y la muerte más humillante y dolorosa. Nunca hizo un milagro para beneficio suyo, pero se compadeció de todos los que sufrían a su alrededor, aun de quienes no sabían pedirle ayuda. Su Muerte y Resurrección han cambiado el significado del dolor humano, haciéndolo valioso en unión con el suyo: podemos completar su Pasión redentora, como miembros suyos, y participar luego de su triunfo, cuando «Dios enjugará toda lágrima» en un «nuevo cielo y nueva Tierra» que no será un reciclaje inútil de la existencia actual, sino el nuevo modo de existir propio de Dios, fuera de límites de espacio y tiempo y así sin dependencia de condicionamientos de evolución material. La encíclica de Benedicto XVI, Salvados por la Esperanza, es un hermoso desarrollo de estas ideas. En el número 24 dice que, dada la libertad humana, nunca habrá en el mundo un «Reino del Bien» definitivamente consolidado. Nuestro sufrimiento tiene la doble raíz de nuestra finitud -que limita nuestras posibilidades de arreglarlo todo- y nuestro pecado, el mal uso de nuestra libertad. No podemos eliminar el dolor del mundo, pero debemos aliviarlo e impedirlo en lo posible (no. 35). Y lo que cura al Hombre no es esquivar el dolor, sino encontrarle sentido en unión con Cristo sufriente (no. 37). Con una descripción verdaderamente elocuente nos dice (no. 38) que la grandeza de la Humanidad se encuentra en la relación con el sufrimiento y los que sufren. Sin aceptación y compasión, la sociedad es cruel e inhumana. Si mi bienestar es más importante que la verdad y la justicia, reinará la violencia y la mentira; aun el amor no puede existir sin renuncias generosas. El egoísmo anula al amor. En un modo poético de entender el estado original del Hombre se habla de una existencia de Adán y Eva en el Edén, sin dolores ni destino a la muerte, por especial privilegio dado por Dios para superar la caducidad inherente a todo organismo viviente. No es posible entender tal imagen paradisíaca como algo real en sus consecuencias obvias: un día de calor, también nuestros primeros padres sentirían el ardor molesto del sol. Y se cansarían caminando, hiriéndose en piedras de terrenos irregulares. Tendrían que trabajar como nosotros si quisiesen poder cruzar el mar construyendo una barca, para no decir nada de una tecnología adecuada para moverse por todo el mundo por medio de aviones. Todo esto era algo inevitable aunque se tuviese siempre la familiaridad con Dios del estado original. La finitud de toda criatura, que el Papa menciona, lleva consigo esas limitaciones y dependencia del ambiente. No es el trabajo un castigo, sino un privilegio y un mandato: «Dominad la tierra, y sometedla». Así somos colaboradores del Creador para hacer, de la casa común de todos, el entorno adecuado para que todo ser humano viva de una manera acorde con la dignidad de "hijos de Dios", aun en poder cubrir todas sus necesidades materiales con la abundancia de recursos que existen para la humanidad entera. Solamente la cooperación y ayuda mutua dará como resultado un mundo en que a nadie falte lo necesario, y donde las mismas catástrofes naturales podrán evitarse o paliarse con una tecnología al servicio de todos, sin egoísmos nacionalistas ni restricciones de intereses económicos miopes y egoístas. Que esta sea nuestra razón de esperanza y de solidaridad con quienes nos necesitan. Cristo murió en tal desamparo que su única queja, dirigida al Padre antes de expirar, fue acerca de su soledad interna, incomprensible para nosotros. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Que nunca le abandonemos en los que sufren, pues la Providencia de Dios se realiza por medios humanos, no por milagros como solución mágica de cuanto nos parece necesitar arreglo inmediato. Y recordemos la frase de Cristo transmitida por San Pablo: «Más dichoso es dar que recibir», como lo atestiguan repetidamente quienes lo dejan todo para ayudar a los más necesitados de todo el mundo.
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