Jesús Mosterín, o la salud mental del progresismo español (y II)
La defensa del aborto se produce simple y llanamente porque éste constituye una pieza imprescindible para que funcione el ideal de sexualidad sin compromiso que se ha convertido, desde hace ya varios decenios, en el sucedáneo de paraíso terrenal que se ofrece a la ciudadanía.
En la primera parte de este doble artículo, llamé la atención sobre la poca solidez del único argumento racional legitimador del aborto que puede extraerse del texto -llamémoslo así- publicado en El País por el filósofo Jesús Mosterín bajo el título «Obispos, aborto y castidad»: al argumento de la distinción entre ser humano en potencia y ser humano en acto. El problema de este argumento, que ha sido advertido ya innumerables veces, es que si no se admite el instante mismo de la fecundación como el del comienzo de un nuevo ser humano con plenos derechos, tendremos que fijar arbitrariamente qué vidas son humanas y qué vidas no lo son. Y nos arrogaremos el derecho de matar a los que no sean «humanos en acto» según nuestro arbitrio. En ocasiones se replica -como se ha hecho en uno de los comentarios a la primera parte de este artículo- que fijar el comienzo de la persona en la fecundación equivale a postular un punto tan arbitrario como cualquier otro. Se podría discutir esto. Pero, aun admitiéndolo, subsiste una diferencia esencial entre el punto de la fecundación y cualquier otro instante en el proceso de desarrollo de un ser humano (un proceso que, en sentido estricto, dura al menos hasta la madurez, si no toda la vida). A saber: que si admitimos el primer instante del proceso como el inicio de la persona, estaremos seguros de no haberle negado a nadie su derecho a la vida. En definitiva, estaremos seguros de no haber cometido ningún homicidio. Algo que no se puede afirmar en cualquiera de las alternativas que se proponen -bien sean las que se apoyan en la supuesta madurez del sistema nervioso, en la sensibilidad al dolor, en la consciencia, en la «viabilidad», o en cualquier otro aspecto-. Por eso es tan importante que en las leyes de una nación que pretende basar su ordenamiento jurídico en el respeto a los derechos humanos se considere el aborto como un hecho delictivo siempre, y no como un derecho en tales o cuales casos. Pues sólo así se pondrá de manifiesto que la protección de toda vida humana es un pilar incondicional de dicho ordenamiento. El argumento es claro. Es tan claro, que estoy seguro de que, si se tratara de casi cualquier otro tema, hace tiempo que se habría logrado un amplio consenso social al respecto. Sin embargo, es un hecho obvio que no existe tal consenso. Y es otro hecho -comprobado por cualquiera que haya participado en estos debates- el que, una vez escuchados los argumentos en contra, la reacción de los partidarios del aborto consiste en repetir una y otra vez que no hay razones para condenar el aborto. O, como dice Mosterín, que «el único motivo para prohibir el aborto es el fundamentalismo religioso». «Una bellota no es un roble». «Una oruga no es una mariposa». etc. etc. Como si no se les hubiera dicho nada. ¿A qué puede deberse semejante ofuscación? A mi modo de ver, el problema se halla en que la defensa del aborto no ha surgido como consecuencia de una meditación sobre el punto de arranque de la persona humana. La defensa del aborto se produce simple y llanamente porque éste constituye una pieza imprescindible para que funcione el ideal de sexualidad sin compromiso que se ha convertido, desde hace ya varios decenios, en el sucedáneo de paraíso terrenal que se ofrece a la ciudadanía. No creo estar exagerando si afirmo que, hoy por hoy, el sexo sin compromiso es el opio del pueblo; la compensación que se propone para sobrellevar la vida desesperanzada -y por lo general bastante sórdida- en la civilización que se dice «postcristiana». Por eso se propone (o tal vez se impone) ya a los adolescentes en la televisión, en el cine, y en la escuela. Es la pequeña felicidad al alcance de todos, la forma sensata de ir por la vida. Y tonto será, o pacato, el que se deje aguar la fiesta por culpa de los prejucios religiosos. De ahí que los obispos en particular, y la Iglesia en general, resulten tan molestos. Pues hace tiempo que se esperaba su adaptación a los nuevos valores. Pero entretanto parece que, como dice Mosterín, «los obispos no van a dejar nunca de vociferar». Pues están poseídos de una «enfermiza obsesión antisexual». El sexo sin compromiso es el gran derecho de nuestro tiempo, al que todo lo demás ha de subordinarse. Pero claro, como la naturaleza va por otro lado, no pocas veces terminan pasando cosas, con condón o sin él. Por eso el siguiente párrafo del texto que estamos comentando constituye, en mi opinión, la verdadera clave para comprender la tenacidad irracional con la que se defiende el «derecho» al aborto contra cualquier argumento sobre el respeto a la vida humana: «En cualquier caso, la contracepción puede fallar. A veces el embarazo imprevisto será una sorpresa muy agradable. Otras veces, llevarlo a término supondría partir por la mitad la vida de una mujer [...] la procreación y la maternidad son algo demasiado importante como para dejarlo al albur de un descuido [...] El aborto, como el divorcio o los bomberos, se inventó para cuando las cosas fallan». Meridiano. Y las cosas fallan mucho, como se puede ver en las cifras de los abortos cometidos en nuestro país en los últimos años. Por eso, las conversaciones que están teniendo lugar entre la ministra Aído y los responsables de los mataderos abortistas no tratan, por lo que se ha llegado a filtrar a la prensa, de cuestiones de principio, es decir, del punto en que podemos considerar que nos encontramos ante un «ser humano en acto» y no simplemente «en potencia». De lo que tratan es de aspectos mucho más prácticos. A saber: de hasta qué semana hay que permitir el aborto para que todas las actividades que, de hecho, se están realizando ya en esas clínicas queden protegidas por la ley. Ni más ni menos. Es el precio del paraíso postcristiano. Sin embargo, es difícil encontrar intelectuales progresistas -alguno hay, pero muy pocos- con la sinceridad necesaria como para proclamar abiertamente que para ellos lo de menos es si el embrión o el feto es, o no es, una persona, puesto que, sea lo que sea, no conviene que viva. La realidad es cruda, y por eso lo que se suele escoger es la huída hacia las distinciones y los argumentos de principio. Argumentos que resultan tan endebles como la distinción entre potencia y acto que esgrime Mosterín, pero que, a falta de algo mejor, pueden servir de adormidera para la conciencia. En mi opinión, la agresividad de las palabras de este autor referidas a la jerarquía católica -la desfachatez que supone, desde una base argumental tan inconsistente como la suya, acusar a nadie de chocar con la ciencia y la racionalidad- tiene posiblemente su origen en la enorme tensión mental que debe suponer el vivir instalado en una gran mentira, y ser consciente de ello. Hasta qué punto esta tensión constituye el estado mental típico de la intelectualidad progresista española, no lo sé. Y, para ser sinceros, tampoco me importa demasiado. Ni albergo la más mínima esperanza de que se pueda abrir, por medio de argumentos, un espacio para la duda en el interior de los que han comprometido su inteligencia en la empresa de la construcción de una sociedad «liberada» al precio de la sangre de los inocentes. Lo que sí me importa es, como cierre de estas reflexiones hilvanadas al hilo del texto de Mosterín, expresar mi convicción de que no se conseguirá un avance en el respeto jurídico a la vida humana en nuestro país hasta que no se consiga una generación de familias capaces de inmunizar a sus hijos frente a la mentira de los paraísos terrenales de nuestro tiempo. El futuro de una sociedad basada en los derechos humanos se va a jugar en la familia, y en los tejidos de sociedad civil sana que puedan constituirse al margen del poder y de la cultura oficial. Francisco José Soler Gil Jesús Mosterín, o la salud mental del progresismo español (I)
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