España y el «dios» equivocado
por Eduardo Gómez
El día de la Hispanidad no era un día cualquiera, quizá propicio para los juicios teológicos a una nación. Hace semanas corría como la pólvora en las redes sociales una entrevista pretérita al novelista Pérez-Reverte, por uno de esos santones de las ondas progresistas. El periodista, en su rol de turiferario, le preguntaba por la situación de España: "¿Qué le ha pasado a este país?”, clamaba el turiferario en busca de una exégesis histórica. A lo que el escritor respondía que España se había equivocado de dios en Trento al no apostar por el dios luterano de la Reforma, y eso le había hecho perder el tren de la Historia. Para los especuladores de la realidad, un especulador de la historia que pone nombre y apellidos a las tragedias nacionales es todo un negociazo. Curiosamente, hasta en la conciencia de un novelista ateo emerge en el devenir la cuestión teológica, y no era una cuestión cualquiera la de elegir al Dios verdadero. El único capaz de blandir valores eternos, de explicar, sostener, y redimir la tragedia humana.
Un pueblo de tradición espiritual se ve abocado a procesos de autodestrucción cuando se entrega a elementos que no son del espíritu. Elementos que han sido eficaces en la mundanización del espíritu de los españoles, un pueblo que ha pasado a ocupar el lado grotesco de la Historia: de imperio evangelizador a chico de los recados del globalismo. Tamaño vaivén ha coincidido con un giro copernicano en la veneración. Pueblo que cambia de teología es pueblo que cambia de dirección en el resto de órdenes subsecuentes. España abandonó al Dios católico, pensando que era más pragmático encomendarse a los santones de moda; nada menos pragmático que una teoría equivocada. A la larga, el desastre persigue a los pueblos que persiguen el desastre.
Para Donoso Cortés, el pueblo era “el resultado de las nociones de asociación y fraternidad”. A tenor de dicho criterio, aseguraba que no podía existir el pueblo sino “en las sociedades depositarias de la idea de fraternidad revelada por Dios a la gente hebrea y por Cristo a todas las gentes“. Añadía que la raza española, cuando no ha estado dividida, ha sido “raza reinante“ y que “su servidumbre ha sido siempre el castigo de sus discordias“. En España, el paso de raza reinante a chico de los recados del globalismo coronavírico ha transitado por el rechazo a la fe católica, el abandono del Dios verdadero, el bautismo europeísta, la vindicación de las filosofías del progreso, la anglofilia de nuestras costumbres, las fraternidades de consenso (principio de acuerdo sin principios), y las asociaciones sectarias. Y como no hay pueblo que no pague por sus delaciones y por tan abominables nociones de asociación y fraternidad, impuesta queda la penitencia de apencar con la discordia nacional y el envenenamiento intelectual de la sociedad española.
Después de todo, circulaban un par de verdades en aquella entrevista al escritor: la misteriosa omnipresencia de la Teología en la Historia, como ciencia superior, y el libre albedrío de los pueblos. Aunque Pérez-Reverte imaginó un dios de la Reforma, inexistente más allá del imaginario novelesco, a su manera el escritor tenía razón: España, haciendo uso del libre albedrío de los pueblos, sucumbió a las tentaciones de cambiar de señor y se quedó con el dios equivocado; perdió el tren de la eternidad porque se dejó seducir por el tren de la historia. Se podía sondear en la atmósfera de la entrevista lo que turbaba al periodista turiferario: ¿qué hemos hecho para merecer el país que tenemos actualmente? Fue un escritor ateo quien acercó al periodista al sino de la teología. Lo hizo escribiendo torcido en renglones rectos, pero con un aforismo sin par: a dios equivocado, pueblo desgraciado.
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