Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Hábitos del corazón. Educar para el «nosotros»

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Hay que educar para la rotura del «yo» individualista y para la apertura a la solidaridad del «nosotros», que los cristianos experimentamos en la comunión de la Iglesia y queremos extender a la medida del mundo.

por Ramiro Pellitero Iglesias

Los acontecimientos sociales, culturales o políticos dan pie para reflexionar y hacerse algunas preguntas. ¿En qué consiste la vida social o la política? ¿No es acaso un servicio al bien común, que va más allá del propio interés? ¿Es eso lo que hacen nuestros políticos y por eso les votamos? ¿Animamos a los jóvenes a involucrarse en esa actividad tan comprometida como necesaria? En 1985 un sociólogo de la Universidad de California, Robert Bellah, y otros autores publicaron un libro titulado «Hábitos del corazón», que se hizo justamente célebre. Era un lúcido análisis de las tendencias cívicas y religiosas en la sociedad norteamericana. Una de sus conclusiones más importantes era que el individualismo estaba destruyendo el tejido moral de esa sociedad. No era un descubrimiento radicalmente nuevo, sino una tendencia siempre presente desde hace siglos, en la que influyen numerosos factores, y que no sería difícil demostrar también en otras muchas sociedades del mundo denominado occidental. La fe cristiana ilumina esta cuestión de modo decisivo. Con ocasión de la cuaresma, Benedicto XVI ha celebrado un encuentro con el clero romano. Al final le preguntaron «cómo proponer a los jóvenes aquello en lo que usted insiste siempre, esto es, que el yo del cristiano, cuando se ha investido de Cristo, ya no es más yo», sino que se abre a la comunión en el «nosotros» de la Iglesia. En efecto, baste recordar que en la encíclica sobre la esperanza cristiana, «Spe salvi», se propone una crítica no sólo a la modernidad (por haberse olvidado de la libertad del hombre) sino también en el interior del cristianismo, para aprender de nuevo que la esperanza implica romper con el individualismo. Ahora se concreta más ese autoexamen para los cristianos. Habla el Papa: «En el siglo XX existía la tendencia a una devoción individualista, para salvar sobre todo la propia alma y crear méritos también calculables que se podían, en ciertas listas, hasta indicar con números. Y ciertamente todo el movimiento del Concilio Vaticano II quiso superar este individualismo». Sin juzgar a las generaciones pasadas que intentaban servir así a los demás, se apunta que ese modo de pensar comportaba de algún modo un riesgo de individualismo y de que la fe se convirtiera en un peso, en lugar de ser una liberación. Con el Concilio Vaticano II se quiso salir de esa visión restringida del cristianismo y «descubrir que yo salvo mi alma sólo donándola», sólo «liberándome de mí, saliendo de mí»; análogamente a como Dios hizo en el Hijo, que sale de ser Él mismo Dios para salvarnos a nosotros. Tal es la verdadera obediencia cristiana, que es libertad: «No como querría yo, con mi proyecto de vida para mí», sino poniéndome a la disposición de Dios para que Él disponga de mí. Así conquisto mi libertad. Esto supone un gran salto que nunca se hace definitivamente, como descubrió San Agustín. Benedicto XVI nos sitúa de esta manera ante un descubrimiento fundamental para la educación. Hay que educar para la rotura del «yo» individualista y para la apertura a la solidaridad del «nosotros», que los cristianos experimentamos en la comunión de la Iglesia y queremos extender a la medida del mundo. Hay que enseñar (tomemos nota en la familia, la escuela, la catequesis, ¡y no sólo con los jóvenes!) a «dar este yo para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo que es, de una determinada forma muy cierta, el yo común de todos nosotros, nuestro yo». Comunión es palabra que se usa también para hablar de la Eucaristía. Precisamente es la Eucaristía, añadía el Papa, la condición indispensable para aprender, en el encuentro personal con el Señor, a vivir para los demás: «Sólo caminando con el Señor, abandonándonos en la comunión de Iglesia a su apertura, no viviendo para mí —ya sea para una vida terrenal gozosa, ya sea sólo por una felicidad personal—, sino haciéndome instrumento de su paz, vivo bien y aprendo este valor ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y graves, frecuentemente casi irrealizables». De esta manera, concluía, estamos también seguros de que podemos ayudar a los demás y motivarles para que sean liberados y redimidos. Ramiro Pellitero Iglesias Profesor de Teología Pastoral en la Universidad de Navarra
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