Desazón de un sacerdote, impotente ante dos poseídos
El hombre le vomitó encima varios tornillos, un collar y una cajita de metal, materializaciones bien conocidas por los exorcistas. Salió corriendo y, dando un salto sin apoyos de unos tres metros desde el suelo al tejado de una casa terrera, escapó.
La noticia de que la archidiócesis de Madrid contará en breve con ocho exorcistas ha tenido un eco amplio y, en general, muy positivo. Se trata de una necesidad creciente percibida en todo el mundo, aunque no siempre por los obispos correspondientes. Sólo un pequeño porcentaje de diócesis disponen de sacerdotes con mandato para ese ministerio. Fuera de ellas... se busca exorcista. Y se busca, no por capricho, sino como una llamada angustiosa.
¿De los poseídos? Sí, pero eso es casi "lo de menos", en el sentido de que a fin de cuentas quien debería certificar si son poseídos o no es precisamente... el exorcista que no hay.
Sabia es la Iglesia al dejar esa tarea sólo a presbíteros seleccionados y con autorización expresa, porque el diablo, rey del engaño y "padre de la mentira" (Jn 8, 44), es tan listo para sugerir que no está donde sí está -y por eso le horrorizan libros como el de José María Zavala, que recuerdan su presencia-, como para sugerir que está donde no está, tentando a muchas almas con la desesperación: las aleja del médico (y por tanto de la curación o paliativo) por creerse poseídas, y de la Iglesia por creerse desatendidas.
La llamada angustiosa pidiendo exorcistas que los obispos deberían tener en cuenta no es pues, solamente, la de las víctimas reales o supuestas, sino sobre todo la de muchos párrocos, sacerdotes bien formados y con criterio, que ante la certeza de hallarse delante de una posesión demoniaca se ven atados de pies y manos. Saben que existe un instrumento de liberación (el exorcismo), pero está guardado bajo siete llaves. Podría entenderse el exceso de cautela si fuese a quedar en manos de imprudentes o chiflados. Pero sólo estará en las que los obispos elijan, donde será un arma poderosa contra el Maligno. ¿Cuál es entonces el obstáculo?
* * *
Ayer, a raíz de la decisión del cardenal Rouco, me llamó, lleno de satisfacción con la noticia, uno de esos buenos párrocos, un sacerdote sanamente escéptico y escrupulosamente prudente al enjuiciar la variopinta y desquiciada experiencia cotidiana de un cura en los tiempos que corren. Me explicó dos casos a los que se había enfrentado no hace mucho.
Uno fue al realizar una oración de liberación (no un exorcismo, pues no es exorcista) sobre un joven con claros signos de posesión. El hombre, cuya historia previa produce pavor y explica el infierno que vive ahora (para él y para los demás, pues se trata de un delincuente habitual), le vomitó encima varios tornillos, un collar y una cajita de metal, materializaciones bien conocidas por los exorcistas experimentados. Las utiliza el demonio para impresionar (y desde luego, lo logró) a quienes osan desafiarle. Tras ese numerito salió corriendo y, dando un salto sin apoyo de unos tres metros de altura, desde el suelo al tejado de una casa terrera, escapó de lo que más teme: las manos consagradas.
El otro caso, menos vistoso pero no menos inquietante, lo padece una mujer, paciente psiquiátrica, sometida por sus familiares a un estúpido pero no inocuo ritual de brujería. Con sólo estudios de graduado escolar, cuando lo que lleva dentro se manifiesta es capaz de escribir espontáneamente, en perfecto latín, cartas enteras de odio e insultos a la Iglesia.
Este sacerdote lamentaba no poder ofrecer a estos desdichados un remedio que, sin embargo, existe. En su diócesis no hay exorcista, y enviar fuera de ella a una persona con el historial de entradas y salidas de prisión del primer sujeto, y del hospital de la segunda, es, sencillamente, ilusorio. Otros compañeros sacerdotes suyos han vivido alguna situación parecida. Todos han recibido con gran esperanza la decisión del cardenal Rouco, por si cunde el ejemplo.
Sin duda los obispos renuentes, agobiados por la falta de clero, quieren evitar que un exceso de credulidad en el pueblo fiel distraiga a parte de sus menguados efectivos en casos que en buena parte no serán de posesión. El problema es que un exorcista no se improvisa, y entretanto los bautismos (principal barrera para Satanás) cada vez son menos y las vías de entrada del Maligno (espiritismo, misticismos orientales, sectas) cada día más. Mientras algunos dudan, el tiempo corre a favor del enemigo.
¿De los poseídos? Sí, pero eso es casi "lo de menos", en el sentido de que a fin de cuentas quien debería certificar si son poseídos o no es precisamente... el exorcista que no hay.
Sabia es la Iglesia al dejar esa tarea sólo a presbíteros seleccionados y con autorización expresa, porque el diablo, rey del engaño y "padre de la mentira" (Jn 8, 44), es tan listo para sugerir que no está donde sí está -y por eso le horrorizan libros como el de José María Zavala, que recuerdan su presencia-, como para sugerir que está donde no está, tentando a muchas almas con la desesperación: las aleja del médico (y por tanto de la curación o paliativo) por creerse poseídas, y de la Iglesia por creerse desatendidas.
La llamada angustiosa pidiendo exorcistas que los obispos deberían tener en cuenta no es pues, solamente, la de las víctimas reales o supuestas, sino sobre todo la de muchos párrocos, sacerdotes bien formados y con criterio, que ante la certeza de hallarse delante de una posesión demoniaca se ven atados de pies y manos. Saben que existe un instrumento de liberación (el exorcismo), pero está guardado bajo siete llaves. Podría entenderse el exceso de cautela si fuese a quedar en manos de imprudentes o chiflados. Pero sólo estará en las que los obispos elijan, donde será un arma poderosa contra el Maligno. ¿Cuál es entonces el obstáculo?
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Ayer, a raíz de la decisión del cardenal Rouco, me llamó, lleno de satisfacción con la noticia, uno de esos buenos párrocos, un sacerdote sanamente escéptico y escrupulosamente prudente al enjuiciar la variopinta y desquiciada experiencia cotidiana de un cura en los tiempos que corren. Me explicó dos casos a los que se había enfrentado no hace mucho.
Uno fue al realizar una oración de liberación (no un exorcismo, pues no es exorcista) sobre un joven con claros signos de posesión. El hombre, cuya historia previa produce pavor y explica el infierno que vive ahora (para él y para los demás, pues se trata de un delincuente habitual), le vomitó encima varios tornillos, un collar y una cajita de metal, materializaciones bien conocidas por los exorcistas experimentados. Las utiliza el demonio para impresionar (y desde luego, lo logró) a quienes osan desafiarle. Tras ese numerito salió corriendo y, dando un salto sin apoyo de unos tres metros de altura, desde el suelo al tejado de una casa terrera, escapó de lo que más teme: las manos consagradas.
El otro caso, menos vistoso pero no menos inquietante, lo padece una mujer, paciente psiquiátrica, sometida por sus familiares a un estúpido pero no inocuo ritual de brujería. Con sólo estudios de graduado escolar, cuando lo que lleva dentro se manifiesta es capaz de escribir espontáneamente, en perfecto latín, cartas enteras de odio e insultos a la Iglesia.
Este sacerdote lamentaba no poder ofrecer a estos desdichados un remedio que, sin embargo, existe. En su diócesis no hay exorcista, y enviar fuera de ella a una persona con el historial de entradas y salidas de prisión del primer sujeto, y del hospital de la segunda, es, sencillamente, ilusorio. Otros compañeros sacerdotes suyos han vivido alguna situación parecida. Todos han recibido con gran esperanza la decisión del cardenal Rouco, por si cunde el ejemplo.
Sin duda los obispos renuentes, agobiados por la falta de clero, quieren evitar que un exceso de credulidad en el pueblo fiel distraiga a parte de sus menguados efectivos en casos que en buena parte no serán de posesión. El problema es que un exorcista no se improvisa, y entretanto los bautismos (principal barrera para Satanás) cada vez son menos y las vías de entrada del Maligno (espiritismo, misticismos orientales, sectas) cada día más. Mientras algunos dudan, el tiempo corre a favor del enemigo.
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