El día del Principito (y II)
Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos
por José F. Vaquero
El otro día dejamos al principito muerto de curiosidad. El buscador de amigos, buscado ahora por el zorro, sólo vislumbra el abismo que esconde el arte de domesticar, de crear lazos. Y el profesor le va a enseñar los secretos de la amistad, las claves para “ser” amigos. Ser significa mucho más que encontrar, como el minero que va cavando a su alrededor; mcuho más que tener, como el que tiene tres coches y cuatro perros; mucho más que hacer, como el que hace una casa, un huevo frito o una camisa.
Primero, tienes que darte cuenta de la grandeza de domesticar, y no tener prisa, superar el problema del tiempo. El principito, atacado por la enfermedad de nuestro siglo, la enfermedad del estrés, afirma: «—Bien quisiera, pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas». ¿Por qué siempre tenemos prisa por hacer cosas, y no disfrutamos el presente?
Hace ya 70 años, Saint-Exupery describió al hombre de entonces, y al actual: «Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!». Y este pequeño hombre se dispone a “perder” tiempo en domesticar al zorro, a invertir en lo único que merece la pena, que supera el crisol del tiempo, las crisis de todo tipo, las variaciones de la economía y de la política.
«—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito. —Hay que ser muy paciente». Lo contrario de las prisas, el estrés, la sociedad de la respuesta inmediata, del mando de televisión que me obedece inmediatamente. En alguna película aparece un sucedáneo de comida en forma de pastillas “sabor pollo” o “sabor filete de ternera”. Comeríamos muy rápido, ¡pero cuántos momentos de conversación, de compañía, de bromas, de alegría… desaparecerían!
«Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca.»
El principito lo aprende a posteriori. Sin pensar en lo profundo de la amistad, del encuentro con el zorro, al día siguiente llega a la hora que se le ocurre. El paciente profesor le da la siguiente clave: el rito, la unción, la preparación ponderada y el recuerdo saboreado. Los gestos externos, los detalles, la finura, juegan un papel importante. Me viene a la mente un matrimonio felizmente casado. Durante buena parte del noviazgo se veían cada 2 ó 3 semanas; cada uno vivía en una ciudad. Y cada fin de semana de encuentro celebraban un rito, preparado días previos y saboreado los días posteriores. Varios días antes ya tenían pensado cada detalle, cómo y dónde disfrutarían ese fin de semana de encuentro; la preparación del rito. Y varios días después recordaban detalladamente las vivencias del fin de semana; el saboreo del rito. Los detalles expresan finura.
Sin darse cuenta, nuestro joven amigo aprende otra importante lección: “Mirar más que hablar”. Yo te miraré y tú no me dirás nada, le había aconsejado el día anterior. La amistad no consiste en hablar, decir, contar; consiste principalmente en estar–con, com–padecer, ser cordial. ¡Cuánta amistad, amistad más sublime, no vive una madre al lado del hijo! Al lado de la cuna, al lado de la mesa o al lado de la cama de hospital. Es el estar y mirar que el zorro enseñó al principito. Tenemos una boca, pero dos oídos y dos ojos, para mirar y es cuchar el doble de lo que hablamos.
Le quedaban dos lecciones por aprender. La primera, la amistad es hermosa pero duele. Se acerca el momento de la separación, y el zorro anuncia que va a llorar. «—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique... —Ciertamente —¡Y vas a llorar!, —dijo él principito. —¡Seguro! —No ganas nada.».
No había terminado de entender. Encariñarse… ¿para qué? Para experimentar ese cruce de individualidades, único, irrepetible. Ya no existen “personas” sino “mi amigo”, concreto, personal, único e intransferible. El zorro no quería que le domesticase simplemente para ser algo, sino para vivir por y para alguien, para amar al amado y ser amado por él. Bonitas palabras y bonita experiencia, pero el principito no hizo cosas extraordinarias para llegar a esa altura de amor; fue acercándose, mirando, día a día, semana a semana. Estuvo al lado del zorro, y el tiempo, y la buena disposición, obraron el milagro.
Segunda lección: «su secreto», en palabras del zorro: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.», y el acto natural del corazón es el amor.
Primero, tienes que darte cuenta de la grandeza de domesticar, y no tener prisa, superar el problema del tiempo. El principito, atacado por la enfermedad de nuestro siglo, la enfermedad del estrés, afirma: «—Bien quisiera, pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer muchas cosas». ¿Por qué siempre tenemos prisa por hacer cosas, y no disfrutamos el presente?
Hace ya 70 años, Saint-Exupery describió al hombre de entonces, y al actual: «Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres ya no tienen amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!». Y este pequeño hombre se dispone a “perder” tiempo en domesticar al zorro, a invertir en lo único que merece la pena, que supera el crisol del tiempo, las crisis de todo tipo, las variaciones de la economía y de la política.
«—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito. —Hay que ser muy paciente». Lo contrario de las prisas, el estrés, la sociedad de la respuesta inmediata, del mando de televisión que me obedece inmediatamente. En alguna película aparece un sucedáneo de comida en forma de pastillas “sabor pollo” o “sabor filete de ternera”. Comeríamos muy rápido, ¡pero cuántos momentos de conversación, de compañía, de bromas, de alegría… desaparecerían!
«Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca.»
El principito lo aprende a posteriori. Sin pensar en lo profundo de la amistad, del encuentro con el zorro, al día siguiente llega a la hora que se le ocurre. El paciente profesor le da la siguiente clave: el rito, la unción, la preparación ponderada y el recuerdo saboreado. Los gestos externos, los detalles, la finura, juegan un papel importante. Me viene a la mente un matrimonio felizmente casado. Durante buena parte del noviazgo se veían cada 2 ó 3 semanas; cada uno vivía en una ciudad. Y cada fin de semana de encuentro celebraban un rito, preparado días previos y saboreado los días posteriores. Varios días antes ya tenían pensado cada detalle, cómo y dónde disfrutarían ese fin de semana de encuentro; la preparación del rito. Y varios días después recordaban detalladamente las vivencias del fin de semana; el saboreo del rito. Los detalles expresan finura.
Sin darse cuenta, nuestro joven amigo aprende otra importante lección: “Mirar más que hablar”. Yo te miraré y tú no me dirás nada, le había aconsejado el día anterior. La amistad no consiste en hablar, decir, contar; consiste principalmente en estar–con, com–padecer, ser cordial. ¡Cuánta amistad, amistad más sublime, no vive una madre al lado del hijo! Al lado de la cuna, al lado de la mesa o al lado de la cama de hospital. Es el estar y mirar que el zorro enseñó al principito. Tenemos una boca, pero dos oídos y dos ojos, para mirar y es cuchar el doble de lo que hablamos.
Le quedaban dos lecciones por aprender. La primera, la amistad es hermosa pero duele. Se acerca el momento de la separación, y el zorro anuncia que va a llorar. «—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te domestique... —Ciertamente —¡Y vas a llorar!, —dijo él principito. —¡Seguro! —No ganas nada.».
No había terminado de entender. Encariñarse… ¿para qué? Para experimentar ese cruce de individualidades, único, irrepetible. Ya no existen “personas” sino “mi amigo”, concreto, personal, único e intransferible. El zorro no quería que le domesticase simplemente para ser algo, sino para vivir por y para alguien, para amar al amado y ser amado por él. Bonitas palabras y bonita experiencia, pero el principito no hizo cosas extraordinarias para llegar a esa altura de amor; fue acercándose, mirando, día a día, semana a semana. Estuvo al lado del zorro, y el tiempo, y la buena disposición, obraron el milagro.
Segunda lección: «su secreto», en palabras del zorro: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.», y el acto natural del corazón es el amor.
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