La Iglesia, sociedad perfecta en relación al Estado
A primera vista, vincular a la Iglesia con la noción de societas perfecta podría resultar extraño, todavía más en la llamada postmodernidad en la que la idea de perfección o similares tienen una raíz metafísica de la que repugna el “pensiero debole [pensamiento débil]”.
Como primera aproximación a la naturaleza de la Iglesia conviene tener presente el parágrafo 771 del Catecismo de la Iglesia Católica –vale la pena citarlo in extenso-:
“«Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la verdad y la gracia». La Iglesia es a la vez:
- «sociedad [...] dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo;
- el grupo visible y la comunidad espiritual;
- la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo».
Estas dimensiones juntas constituyen «una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano» (Lumen Gentium 8):
Es propio de la Iglesia «ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2).
«¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una aula regia; un cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido, pero también la hermosa su forma celestial» (San Bernardo de Claraval, In Canticum sermo 27, 7, 14)”.
Es importante destacar que la Constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, en el parágrafo citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, remite a grandes documentos magisteriales que se ocupan totalmente o, al menos en parte, de la Iglesia. Se trata de las encíclicas Sapientiae Christianae (10 de enero de 1890) y Satis cognitum (29 de junio de 1896) de León XIII y Mystici Corporis Christi (29 de junio de 1943) y Humani generis (12 de agosto de 1950) de Pío XII.
Espiguemos algunos textos vinculados al tema que nos ocupa. En Sapientiae Christianae, León XIII enseña que “no sólo es la Iglesia sociedad perfecta y mucho más excelente que cualquier otra sociedad, sino que le ha sido ordenado por su Fundador la obligación de trabajar por la salvación del linaje humano «como un ejército formado en batalla» (Cantar de los Cantares 6, 9)”. Más adelante agrega: “Es, pues, justo que viva la Iglesia y se gobierne con leyes e instituciones conforme a su naturaleza. Y como no sólo es sociedad perfecta, sino también superior a cualquier sociedad humana, por derecho y deber propio rehuye en gran manera ser esclava de ningún partido y doblegarse servilmente a las mudables exigencias de la política. Por la misma razón, guardando sus derechos y respetando los ajenos, piensa que no debe ocuparse en declarar qué forma de gobierno le agrade más; con qué leyes se ha de gobernar la parte civil de los pueblos siendo indiferente a las varias formas de gobierno, mientras queden a salvo la religión y la moral”.
En la encíclica Satis cognitum, a su vez, el mismo León XIII enseña que “por su origen es, pues, la Iglesia una sociedad divina; por su fin y por los medios inmediatos que la conducen es sobrenatural; por los miembros de que se compone, y que son hombres, es una sociedad humana. Por esto la vemos designada en las Sagradas Escrituras con los nombres que convienen a una sociedad perfecta”.
Respecto de la enseñanzas de León XIII, debemos hacer referencia, también, a la encíclica Inmortale Dei (1 de noviembre de 1885). La Iglesia –afirma el Papa– “aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado»(Mt 28, 18-20)”.
En otra de sus encíclicas, la Iampridem Nobis (6 de enero de 1886) dirigida a los obispos alemanes, León XIII enseña: “No ignoráis cuál es la naturaleza íntima de la Iglesia y de qué manera la constituyó su divino Fundador, cuáles derechos se derivan, cuya fuerza a ninguno corresponde conmover ni desconocer. En efecto, como Nosotros mismos acabamos de decir en nuestra Carta [Encíclica] Inmortale Dei, la Iglesia es una sociedad sobrenatural y perfecta en su orden”.
En la encíclica Libertas (20 de junio de 1888), a su vez, el Papa nuevamente enseña que “los principales capítulos de esta revelación se demuestran con muchos argumentos de extraordinario valor, utilizados con frecuencia por los apologistas. Tales son: el hecho de la revelación divina de algunas verdades, la encarnación del Hijo unigénito de Dios para dar testimonio de la verdad, la fundación por el mismo Jesucristo de una sociedad perfecta, que es la Iglesia, cuya cabeza es él mismo, y con la cual prometió estar hasta la consumación de los siglos. A esta sociedad ha querido encomendar todas las verdades por Él enseñadas, con el encargo de guardarlas, defenderlas y enseñarlas con autoridad legítima. Al mismo tiempo, ha ordenado a todos los hombres que obedezcan a la Iglesia igual que a Él mismo, amenazando con la ruina eterna a todos los que desobedezcan este mandato”.
Pío XII, en la encíclica Mystici Corporis Christi, se lamenta y reprueba “el funesto error de los que sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada por la caridad, a la que ―no sin desdén― oponen otra que llaman jurídica. Pero se engañan al introducir semejante distinción, pues no entienden que el divino Redentor, por este mismo motivo, quiso que la comunidad por Él fundada fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de todos los elementos jurídicos y sociales: para perpetuar en este mundo la obra divina de la redención”.
De esta manera, puede entenderse mejor la siguiente afirmación: la Iglesia es una sociedad jurídicamente perfecta en relación al Estado (in habitu relatione Stato, según la expresión latina) conforme a la Revelación divina y al derecho natural.
Como sostiene un estudioso en la materia, Luis María de Ruschi, “si la Iglesia dejase de considerarse a sí misma como una sociedad perfecta no se comprende cómo fundamentaría frente al Estado su plena autonomía, con el consiguiente riesgo de quedar sujeta al derecho común. La denominada libertas Ecclesiae no se confunde con la libertad religiosa: su fundamento se encuentra en el particular carácter con el que Cristo ha fundado la Iglesia y que halla sus raíces también en el derecho natural, ya que una relación inseparable entre el elemento humano y visible y el elemento divino e invisible de la Iglesia se funda sobre la analogía existente entre Cristo y su Iglesia: «El Verbo de Dios asume la humana naturaleza para que, fundada la Iglesia como sociedad visible, el hombre pueda ser atraído a las cosas invisibles a través de lo que es visible» [Gianfranco Ghirlanda, nota 1 del artículo de Ruschi]”. La reasunción por parte de la doctrina de la noción de sociedad perfecta “constituye un presupuesto mínimo necesario para reflexionar sobre el porvenir de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política del que los juristas católicos no pueden prescindir”, concluye el mismo autor.
Valgan estas breves reflexiones para recordar una afirmación que debemos seguir sosteniendo y que nos exige, por otra parte, explicarla a los hombres de hoy sin desnaturalizar su sentido.
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