El último sínodo
Tendrá lugar en el momento de mayor cambio climático de toda la historia del universo. De nada habrán servido los grandes acuerdos ateos para evitarlo. La Casa común terrícola dará paso a los cielos nuevos y la tierra nueva; y el sol, la luna, las estrellas, todo lo que creíamos estable, todo aquello que tanto nos ocupamos en cuidar durante siglos, en un gran apagón se desintegrará.
Como si estuviera satisfaciendo las reivindicaciones de tantos activistas del progreso, no reunirá sólo a varones heteropatriarcales, y no afectará sólo a grandes jerarcas, aunque ellos también estarán convocados y habrán de dar cuentas. La historia humana concluirá con un gran sínodo, al que serán convocadas todas las naciones, razas y lenguas, en la mayor dinámica inclusiva de todos los tiempos. Nadie podrá eludir su participación. Todas y todos nos veremos interpelados. Nuestra vida habrá jugado un papel concreto con consecuencias irreversibles en la vida de los otros y en el Corazón mismo de Dios. Y todo ojo lo verá, no habrá nada oculto que en el escrutinio de ese sínodo no llegue a desvelarse.
La paciencia del Convocante nos salva aún hasta que llegue ese Día, que caerá -dice- como un lazo sobre todos los habitantes de la Tierra, provocando angustia y terror especialmente en quienes -por no creer en el pronto regreso de Quien siempre aseguró volver- sólo para este mundo esgrimieron su quimérica fe, convirtiéndose así en los hombres más desgraciados. Incapaces durante años de celebrar dignamente su Navidad, se lamentarán para siempre al comprender, tarde ya, que su añorada “normalidad” nunca volverá.
Disfrutarán ese Día, en cambio, los que siempre lo esperaron y prepararon, aquellos que en este mundo pasaron por negacionistas de dogmas políticamente incuestionables. Levantarán la cabeza y, liberados por pura gracia de tantas cadenas como hubieron de sufrir por pecados propios y ajenos, serán misericordiosamente colocados a la derecha del Rey. Serán felices porque no amaron tanto su vida que temieran la muerte, ni se preocuparon tanto de este mundo como para olvidar su verdadera y celeste ciudadanía. Gracias a ellos y a su martirio final, tantos otros -que no se nieguen a ello- podrán ser salvados.
Al inicio de un nuevo Adviento, escuchemos cómo el Espíritu y la Novia dicen: “Ven”; quien aún no esté tan sordo como para desoír los acontecimientos actuales, que lo grite también. Supliquemos esperanzados el retorno esponsal del Rey, pidiendo fuerza para caminar juntos y obtener puesto a su derecha en el último sínodo.