Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Una serie para disgustarnos a todos...

Cartel de la serie 'El Señor de los anillos: los anillos del poder'.
La serie 'El Señor de los anillos: los anillos del poder' deforma y manipula de tal manera el universo tolkieniano que ninguno de los lectores de la saga quedará satisfecho.

por Antonio Izquierdo Sebastianes

Opinión

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Cuando en su carta 142, Tolkien reconoce haber descubierto, al revisarla, que su obra es fundamentalmente “religiosa y católica”, afirma que “el elemento religioso queda absorbido en la historia y el simbolismo”. Si la historia se cambia y los símbolos se alteran, se profana la obra. Sabíamos que Amazon no podía adaptar con fidelidad los hechos correspondientes a la Segunda Edad (sucedidos miles de años antes de los acontecimientos de El Señor de los anillos) porque, según se dice, no cuenta, en sus derechos, más que con algunos datos que aparecen en los Apéndices de la obra principal; y estábamos seguros de que la serie incluiría, por tanto, muchos personajes y tramas inventados, también porque los mismos textos que Tolkien escribió al respecto (y que fueron publicados, póstumos, por su hijo Christopher) no dan para hacer una serie de cinco temporadas con diez capítulos cada una. Pero lo que la inmensa mayoría de fans -creyentes o no- se resiste a aceptar es que no hay adaptación, sino tal transformación de la historia, tal deformación de los personajes canónicos que sí salen, tal omisión de los que no deberían faltar, y tal tergiversación de la mayoría de los hechos que se narran, que decir que esta serie está basada -incluso lejanamente inspirada- en Tolkien, resulta inadmisible y hasta capaz de irritar a cualquiera que ame la obra del Profesor.

Si ya en el prólogo del primer capítulo aparece el mal hasta en niños elfos, como elemento normalizado de Valinor, y había puñales cuando aún no podía conocerse ningún atisbo de la Sombra; si el personaje -Galadriel- sobre el que Tolkien afirma que “debe mucho a la enseñanza cristiana y católica acerca de María” (cf. Carta 320), que “no había cometido malas acciones” (cf. Carta 353), y que para cuando se narran los hechos de la serie debería aparecer como esposa y madre, se presenta como una jovencita rebelde y vengativa; si el rey Gil-Galad, tan noble, recto y heroico en el legendarium tolkieniano, así como otros elfos de renombre -Elrond o Celebrimbor, por ejemplo- suscitan en la serie la más espontánea animadversión hacia su conducta conspiradora, mentirosa y prepotente… poco importa luego que haya enanas negras, con inexplicable melanina en una vida subterránea, o que puedan formar una pintoresca comuna itinerante hobbits pelosos que muestren rasgos asiáticos, africanos y europeos, en una forzada inclusión ideológica. Como no creo que el protagonismo femenino de casi todas las tramas sea casual ni en vano, no me extrañaría que como ya ha sucedido con clásicos villanos diversos (Maléfica, Cruella, Joker…), acabemos justificando la maldad de Sauron -el villano por excelencia de la Segunda Edad, y oculto hasta ahora en la serie- como resultado de una sociedad heteropatriarcal que, por su sometimiento tradicional a los Valar que sirven a EruIlúvatar (el Dios único que hizo todas las cosas), es sumamente injusta y produce orcos a los que compadecer.

Yo me considero un “converso” tolkieniano. Durante años desprecié con ignorancia atrevida tanto El Hobbit como El Señor de los anillos; y siempre me pareció que el tiempo era demasiado escaso como para gastarlo en personajes ficticios e historias que estimaba tan alienantes como innecesarias. La trilogía cinematográfica de Peter Jackson, sin embargo y contra todo pronóstico, me convirtió. Quedé tan sorprendido como admirado por la profundidad de la historia, y me decidí a leer los libros, suponiendo -y no calculaba bien hasta qué punto- que la lectura superaría con creces lo que se había adaptado para la gran pantalla. Me convertí así en un discípulo agradecido del profesor J.R.R. Tolkien, cuando yo ya era cura y tenía 26 años. Encontré no un cauce de evasión, sino un modo de penetrar mejor la realidad de mi vida, de mi fe y de los acontecimientos del mundo; un modo de escapar, sí, pero no de la realidad, sino de la aprisionante fantasía que consideramos “real” y que está llena de ilusiones y engaños.

Aunque a ninguno de los que nos hemos convertido en discípulos del profesor de Oxford nos gustan demasiado las películas sobre su obra, porque ésta se escribió para ser leída y aplicada por cada uno en la imaginación y el corazón, un grupo grande de jóvenes y adultos se han dejado concitar en mi parroquia durante el pasado mes de septiembre para conocer mejor la verdadera historia fantástica que subyace a aquellas películas y que la actual serie de Amazon parece haber querido desguazar. Y ha sucedido lo que ya explicó Ilúvatar al principio de todas las cosas, cuando el personaje más parecido a Lucifer que podemos encontrar en la obra tolkieniana intentó alterar la preciosa música de los Ainur que cantaban a las órdenes de Dios: “Tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado” (J.R.R. Tolkien, El Silmarillion).

A Tolkien hay que leerle. Y si esta serie que yo considero mala en el sentido más profundo, provoca, paradójicamente, que algunos me alegren ahora diciendo que han empezado a leer su obra, habrá que celebrar que no haya servido simplemente para disgustarnos a todos.

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