Tiranos sin vaselina
La tiranía del futuro será de apariencia tolerante, optimista y eufórica; preconizará una alegría falsa y exterior y ofrecerá a sus sometidos un supermercado de derechos de bragueta, para que puedan refocilarse a gusto en su pocilguita, mientras son privados de sus más elementales prerrogativas humanas. Y los sometidos por esa tiranía, aun en medio de la miseria, aun viendo sus familias convertidas en un docudrama penevulvar, se creerán libres, rabiosamente libres, infinitamente más libres que en cualquier otra época.
Para consumar esta tiranía, el tirano necesita apropiarse de la educación, pues sabe que «el dueño de la educación es el dueño del mundo». Decía Leonardo Castellani que el mal de fondo de la educación no era otro sino «la violación de un principio de derecho natural, el derecho de los padres a educar a sus hijos, menospreciado por el Estado liberal en su pretensión monopolizadora de la escuela». El objetivo último de la violación de este principio de derecho natural no es otro sino matar las almas (algo infinitamente más rentable para el tirano que matar los cuerpos), corrompiendo a las nuevas generaciones y convirtiéndolas en jenízaros de la ideología sistémica. Y, para matar las almas, el tirano necesita monopolizar la enseñanza, asegurándose de que cada escuela se convierta en el tipo de corruptorio que le conviene. Pues los tiranos modernos entienden la educación como una suerte de adopción colectiva que los convierte en padres putativos de los niños que pasan por las escuelas. Saben perfectamente que sus ensoñaciones hegemónicas sólo se pueden lograr mediante la inmersión de las almas infantiles y juveniles en el líquido amniótico de la ideología sistémica.
Esta es la misión primordial de la llamada «ley Celáa», que en realidad no hace sino acelerar este proceso de inmersión. Y aquí convendría resaltar la magnífica celeridad que la patulea gobernante ha empleado en aprobar esta ley, que contrasta con la actitud paralítica que muestra la derecha cuando gobierna, que ni siquiera cuando tiene mayorías absolutas logra impulsar reformas educativas (como ocurrió con la nonata ley de Pilar de Castillo), o las impulsa pírricamente, para que luego se queden en agua de borrajas (como ha ocurrido con la «ley Wert»). Ya enseñaba Balmes que los partidos «de instinto moderado y sistema conservador» se convertían a la postre en conservadores «de los intereses creados de una revolución consumada y reconocida», resultando a la postre más útiles a la Revolución que los propios partidos revolucionarios. Así ocurre en la cuestión educativa, donde los conservadores se ofenden muchísimo cuando los progresistas violan por las bravas el derecho natural. Pero luego, cuando gobiernan, enseñan a sus adeptos a cogerle gustirrinín a la violación, para que los progresistas puedan seguir explorando todos los orificios, cuando vuelven. Y sin vaselina ni preliminares dilatadores, como acaba de hacer la «ley Celaá».
Publicado en ABC.