Pronósticos de analistas
¿Se puede afirmar sin rebozo que una reforma laboral que abarata el despido y resta fuerza en la negociación a los trabajadores vaya a «crear empleo en el medio plazo», después de destruirlo en el corto?
El ministro Guindos nos pronostica que a finales de año la economía española empezará a mejorar. Aquí vuelve a confirmarse que la política es un sucedáneo idolátrico de la fe religiosa; sólo que, donde la fe religiosa nos manda creer en lo que no vemos, la idolatría nos manda creer que lo que vemos es falso. Dice el ministro Guindos que «no existe ningún analista en España ni el ámbito internacional que considere que la regulación laboral que teníamos vigente no se tenía que haber modificado»; y dice verdad, pues los llamados «analistas» son los corifeos de la idolatría, encargados de mantener en pie el embeleco. En el documental Inside Job desfilaban para su escarnio un montón de «analistas» —profesores de Yale y de Harvard incluidos— que, como obedientes corifeos de la idolatría, habían negado hasta el último momento la debacle de los mercados; y que, una vez consumada tal debacle, habían proseguido falseando la realidad con pronósticos halagüeños. Todos sabemos a qué amo sirven estos corifeos a quienes ahora llaman «analistas»; también el ministro Guindos.
¿Se puede afirmar sin rebozo que una reforma laboral que abarata el despido y resta fuerza en la negociación a los trabajadores vaya a «crear empleo en el medio plazo», después de destruirlo en el corto? Lo que el sentido común enseña es que una reforma de tales características facilita la destrucción de empleo; y que el mucho o poco empleo que pueda crear en el futuro será más precario y peor remunerado (nadie contrata después de haber despedido para pagar más generosamente), como ocurre siempre que una de las partes contrata en condiciones más débiles. Decía Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens que el trabajo está en función del hombre, y no el hombre en función del trabajo; y todo intento de dar solución a la «cuestión social» que no se mida con el metro de la dignidad del trabajador está llamado a fracasar. Debilitar la posición del trabajador es reducir su dignidad, supeditándola a la consecución (improbable) de más puestos de trabajo, que inevitablemente serán más indignos.
E, inevitablemente también, el trabajador, empleado por quien puede imponerle condiciones y despedirlo sin trabas (o con trabas cada vez más livianas), se sentirá cada vez más desligado del destino de la empresa en la que trabaja; y ese desapego creciente, en el que el trabajador es tratado (citamos de nuevo a Juan Pablo II) «como un instrumento de producción» y no «como sujeto eficiente y verdadero artífice», acaba destruyendo el orden económico, como ocurre siempre que el hombre no es «fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales». Para mejorar la implicación del trabajador en el destino de la empresa, la doctrina católica ha recomendado siempre que el contrato de trabajo se suavice mediante la combinación con fórmulas propias del contrato de sociedad, de tal modo que trabajadores y empresarios participen poco a poco en la propiedad y administración de las empresas, disfrutando de forma equitativa de sus beneficios y compartiendo también equitativamente sus pérdidas. Pero lo que las sucesivas reformas laborales han hecho es precisamente lo contrario, apartando al trabajador del destino de la empresa, que a la vez que lo ignora en el reparto de beneficios repercute en sus sufridas carnes las pérdidas con el despido; y esto, en el corto, medio y largo plazo, sólo traerá consecuencias funestas, por mucho que el ministro Guindos y sus «analistas» digan misa (que, como el tiempo demostrará, será misa negra).
www.juanmanueldeprada.com
¿Se puede afirmar sin rebozo que una reforma laboral que abarata el despido y resta fuerza en la negociación a los trabajadores vaya a «crear empleo en el medio plazo», después de destruirlo en el corto? Lo que el sentido común enseña es que una reforma de tales características facilita la destrucción de empleo; y que el mucho o poco empleo que pueda crear en el futuro será más precario y peor remunerado (nadie contrata después de haber despedido para pagar más generosamente), como ocurre siempre que una de las partes contrata en condiciones más débiles. Decía Juan Pablo II en su encíclica Laborem Exercens que el trabajo está en función del hombre, y no el hombre en función del trabajo; y todo intento de dar solución a la «cuestión social» que no se mida con el metro de la dignidad del trabajador está llamado a fracasar. Debilitar la posición del trabajador es reducir su dignidad, supeditándola a la consecución (improbable) de más puestos de trabajo, que inevitablemente serán más indignos.
E, inevitablemente también, el trabajador, empleado por quien puede imponerle condiciones y despedirlo sin trabas (o con trabas cada vez más livianas), se sentirá cada vez más desligado del destino de la empresa en la que trabaja; y ese desapego creciente, en el que el trabajador es tratado (citamos de nuevo a Juan Pablo II) «como un instrumento de producción» y no «como sujeto eficiente y verdadero artífice», acaba destruyendo el orden económico, como ocurre siempre que el hombre no es «fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales». Para mejorar la implicación del trabajador en el destino de la empresa, la doctrina católica ha recomendado siempre que el contrato de trabajo se suavice mediante la combinación con fórmulas propias del contrato de sociedad, de tal modo que trabajadores y empresarios participen poco a poco en la propiedad y administración de las empresas, disfrutando de forma equitativa de sus beneficios y compartiendo también equitativamente sus pérdidas. Pero lo que las sucesivas reformas laborales han hecho es precisamente lo contrario, apartando al trabajador del destino de la empresa, que a la vez que lo ignora en el reparto de beneficios repercute en sus sufridas carnes las pérdidas con el despido; y esto, en el corto, medio y largo plazo, sólo traerá consecuencias funestas, por mucho que el ministro Guindos y sus «analistas» digan misa (que, como el tiempo demostrará, será misa negra).
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