Juan Pablo II me enseñó dónde mirar
En noviembre de 2019, José María Zavala todavía tenía en cartelera Renacidos cuando le sugerí hacer una película sobre cómo Juan Pablo II nos cambió la vida a miles de personas con solo mirarnos. Poco después nos sentamos también con Paloma, su inseparable esposa, para compartir ideas sobre la propuesta. Mientras les contaba mi testimonio sobre lo que la mirada de Juan Pablo II había causado en mí, pude percibir dos cosas: que José María ya empezaba a montar en su mente la película, a la vez que yo distinguía más claramente el hilo de oro con el que Dios ha tejido vocación y vida sacerdotal.
Yo contaba 16 años cuando Juan Pablo II visitó por segunda vez Venezuela, mi país de origen. Entonces me entusiasmaban la literatura, el arte y la historia, aunque desde una perspectiva no creyente, quizá por la mera rebeldía adolescente de ir contra mis padres. Ellos como periodistas católicos tendrían acceso a un lugar privilegiado para ver de cerca al Papa el día de su gran misa en Caracas y querían llevarme. Armado con todos los tópicos contra la Iglesia, les dije que de ninguna manera pensaba ir. Entonces mi padre me conminó a asistir aunque fuera por el solo hecho de ver a un hombre que había cambiado la historia. Lo que él sabía y no me dijo fue que ya Dios se encargaría del resto.
En el aeropuerto donde el Papa celebraría la misa se reunieron dos millones de personas desde la noche anterior, tratando de asegurar un buen sitio para verle pasar. Yo me cuestionaba por qué todos querían mirarle y me empeñaba en confirmar mis prejuicios. De pronto, en cuanto el vehículo que trasportaba al Papa fue acercándose a nosotros, el vocerío se transformó en un silencio que yo no había experimentado antes con tanta gente alrededor. Por un instante que me pareció eterno, Juan Pablo II me miró. El vehículo siguió su curso y sin saber qué había pasado, me descubrí a mí mismo de rodillas y con todos mis argumentos desarmados, siguiendo la estela de aquel hombre que me había visto y bendecido como nadie hasta entonces.
El evangelio de Juan nos presenta la vocación de los primeros discípulos de Jesús como un misterio de miradas. Juan el Bautista ve al Espíritu Santo descender sobre Jesús y lo señala a sus discípulos, quienes al verle dejan al primer maestro para seguir al definitivo. Este, a su vez, les ve a ellos y les invita a ir a ver dónde vive. Se quedan con él esa noche y sus miradas son iluminadas de tal manera que cautivan a otros más a contemplar al esperado de todos.
Así nació la Iglesia como la comunión de las miradas de los discípulos entre sí y hacia Jesús, todos bajo la mirada de Dios. Ellos no habían percibido todo el misterio de Cristo en su primer encuentro, pero esta sí fue determinante para que se dispusieran a escucharle y seguirle.
Mi vida tampoco cambió inmediatamente con aquella mirada de Juan Pablo II, pero esta sí fue crucial para hacerme entender que hasta entonces mi mirada se perdía detrás de tantas cosas que poco me revelaban. Por eso Dios me puso ante un hombre que con solo mirarme me revelaba su verdad. Ciertamente, cuando él me vio "yo no vi a Dios"; pero su mirada sí me mostró otra mayor, que misteriosamente se dirigía a mí y me decía como a sus primeros discípulos: "Ven y verás".
El gran acierto de Wotjtyla. La investigación es que nos descubre la clave de la atracción que suscitaba la mirada de Juan Pablo II: su unión con la cruz de Cristo. Esta le acompañó desde los primeros días de su vida, al ser ofrecido por sus padres a la Virgen del Calvario, hasta su última y más elocuente predicación aquella mañana de 2005 cuando ya no pudo pronunciar palabra ante la plaza de San Pedro, pero volvió a dejar al mundo atónito ante el misterio del sufrimiento asumido y trascendido por el amor divino. El secreto del hombre que atravesó el siglo XX con la implosión de todos sus sinsentidos y abrió a la humanidad las puertas del nuevo milenio cristiano, fue que él mismo estuvo atravesado por el amor a la cruz del Señor del tiempo y la eternidad.
El día de 1996 en que Juan Pablo II me miró en Caracas me convertí en uno de esos jóvenes a quienes él invitó a no tener miedo de mirar y seguir a Cristo crucificado. Pocos años después también yo pude encontrarme personalmente con el misterio de la cruz a través de distintas circunstancias de las que Dios se valió para llamarme al sacerdocio. En este camino, unos versos del joven Wojtyla, cuyas poesías leí con avidez y asombro, fueron decisivos para mí:
El Amor me lo ha aclarado todo,
el Amor me lo ha solucionado todo,
por eso glorifico al amor
en cualquier lugar en que se manifieste.
Juan Pablo II me mostró que el quicio de ese Amor era la cruz de Cristo como respuesta a mis propios dolores, los de mi patria y los de la humanidad entera. Allí también se nos revela la gloria de Dios como supremo bien y belleza, vida y libertad. Como cristiano y sacerdote quiero que la santidad de este hombre siga desafiando a muchos más a encontrar esta misma respuesta. Por eso animé a José María Zavala a producir una película que mucho provoca y revela acerca del tesoro escondido de uno que ha enseñado al mundo de hoy a mirar siempre más allá de todo sufrimiento y adversidad.
Christian Díaz Yepes es sacerdote en Torrelodones (Madrid).
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