El mal menor y el mal mayor
Una de las funciones del espacio público es la posibilidad de hacer frente a los abusos de poder público realizados por personas privadas.
Un movimiento ciudadano de protesta, acampado de modo ilegal en la Puerta del Sol, en apariencia sobrevenido, heterogéneo y apolítico, descontento con el funcionamiento actual de la Democracia y postulador de un cambio social urgente, no está dispuesto a ser devorado por la insalubridad en que para sus miembros yace el actual sistema democrático. Indefensos ante los poderosos, amanecen cada día sepultados por su terrible indiferencia. Viendo cómo pueden ser sacrificados por buitres que despedazan sin compasión su maltrecha economía y amenazan sus asténicas esperanzas de trabajo, reaccionan airados ante sus verdugos, atrayendo de un modo inusitado a los medios de comunicación social.
No debería extrañar la rebelión de cientos de jóvenes ante tanta corrupción y codicia, mentira y opacidad financiera, en que se encuentra sumergida en la actualidad buena parte de la clase política. ¡Basta ya (parecen decirnos) de querer uniformar y expulsar del espacio público, que es de todos, cualquier voz disidente! Una de las funciones fundamentales del espacio público es la posibilidad de hacer frente a los abusos de poder público realizados por personas privadas. La apertura de un mundo nuevo y mejor es una posibilidad siempre presente en cualquier generación que aparezca sobre la tierra. Y el nuestro es un tiempo cargado de incertidumbres. La advertencia la hacía Tocqueville: “si el pasado ya no alumbra el porvenir, el espíritu camina entre tinieblas”.
Sin embargo, su enfado con los adultos, que parecen negarse a asumir la responsabilidad del mundo, se convierte en imposición y ruptura. Lejos de ser una masa amorfa y atomizada, unida como fruto del desencanto de la vida por la nefasta actuación de los poderosos, pretenden pulverizar el sistema desafiando las reglas de juego. De esta manera, en lugar de víctimas se convierten en ejecutores de su propia ley: todo es posible en un todo puede destruirse. La ideología se adueña de la conciencia del “movimiento del 11-M”. Se aprovechan de la fatiga civil, instrumentalizando y desvirtuando lo público en nombre de una supuesta mejora de las condiciones políticas, económicas y sociales. Se pretende reventar la jornada de reflexión, instaurar la III República, suprimir la Monarquía y la Audiencia Nacional, eliminar los partidos políticos, una educación pública y laica, abolición de leyes injustas, sindicatos independientes, desvinculación entre Iglesia y Estado, eliminar a los corruptos de la vida política y reformar la ley electoral.
El pueblo griego hacía consistir la vida de los hombres en la afirmación de su libertad contra la Necesidad, un destino superior frente al que la acción humana no podía sino estrellarse. Esquilo hace decir a Agamenón: “todo se cumple según el Destino”. Una férrea ley natural, enraizada en el derecho implacable de los dioses, dispone el acontecer del Universo. Pero junto a este determinismo, el griego afirma su libertad, naciendo nuestra herencia cultural, a través de la tragedia y la filosofía. Por su parte, el cristiano concebía la vida como un afirmarse a sí mismo, vinculado a sus comunidades, resistiendo a lo exterior adverso, guiándose por una razón vinculante, donde la autoridad y la tradición, el amor y la fidelidad constituyen sus mejores baluartes, en la certeza de que el futuro es Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
La resistencia asamblearia de los jóvenes de Sol, el denominado “movimiento 11-M”, asume el rostro de un callejón sin salida y amenaza con transformarse en sustancia misma de nuestro vivir cotidiano: fuera de los partidos, el ciudadano no tiene institución pública en la que pueda actuar políticamente. El “movimiento 11-M” refleja la orfandad en que se arrumba a los ciudadanos con una mala gestión de la crisis económica y una falta de transparencia en las estructuras financieras; una sociedad sin vínculos y sin raíces, y por eso mismo sin esperanza y sin futuro para los jóvenes, aquejada por una herida real, pero abierta en nombre de la Democracia, la Igualdad y el Progreso, que aspira, como pocas, al deseo incontenible de poder, y que educa en la envidia y el placer, en el menosprecio a la jerarquía y la diferencia, teniendo que elegir ante el viento servil de la historia entre la realidad de un futuro sin esperanza o la apariencia de una esperanza sin futuro.
Es posible que el joven comience a experimentar hartazgo de la clase política, enorme malestar ante un mundo que no cuenta con él, cansancio ante la indiferencia despreciativa del poderoso e influyente, percibiéndose a sí mismo como individuo o número, y suficientemente alejado, aunque parezca lo contrario, del Estado de Derecho como para no distinguir ya en una recta proporción entre derechos y deberes, creando no poca inseguridad y temor. Pero más preocupante para la democracia y la cultura histórica de una nación es que la autoridad decaiga en su virtud propia y se corrompa traicionando su deber e incumpliendo su cometido, porque entonces los hombres dejan de sentir confianza en las instituciones, desaparecen los límites del bien y del mal, de la verdad y del error, y la corrupción sobrevuela para vaciar de contenido la vida humana. La precariedad en que nos encontramos cuando unos centenares de jóvenes no aceptan las reglas de juego democráticas es un mal menor comparado con el mal mayor que se avecina cuando los agentes políticos abdican de la misión confiada.
No debería extrañar la rebelión de cientos de jóvenes ante tanta corrupción y codicia, mentira y opacidad financiera, en que se encuentra sumergida en la actualidad buena parte de la clase política. ¡Basta ya (parecen decirnos) de querer uniformar y expulsar del espacio público, que es de todos, cualquier voz disidente! Una de las funciones fundamentales del espacio público es la posibilidad de hacer frente a los abusos de poder público realizados por personas privadas. La apertura de un mundo nuevo y mejor es una posibilidad siempre presente en cualquier generación que aparezca sobre la tierra. Y el nuestro es un tiempo cargado de incertidumbres. La advertencia la hacía Tocqueville: “si el pasado ya no alumbra el porvenir, el espíritu camina entre tinieblas”.
Sin embargo, su enfado con los adultos, que parecen negarse a asumir la responsabilidad del mundo, se convierte en imposición y ruptura. Lejos de ser una masa amorfa y atomizada, unida como fruto del desencanto de la vida por la nefasta actuación de los poderosos, pretenden pulverizar el sistema desafiando las reglas de juego. De esta manera, en lugar de víctimas se convierten en ejecutores de su propia ley: todo es posible en un todo puede destruirse. La ideología se adueña de la conciencia del “movimiento del 11-M”. Se aprovechan de la fatiga civil, instrumentalizando y desvirtuando lo público en nombre de una supuesta mejora de las condiciones políticas, económicas y sociales. Se pretende reventar la jornada de reflexión, instaurar la III República, suprimir la Monarquía y la Audiencia Nacional, eliminar los partidos políticos, una educación pública y laica, abolición de leyes injustas, sindicatos independientes, desvinculación entre Iglesia y Estado, eliminar a los corruptos de la vida política y reformar la ley electoral.
El pueblo griego hacía consistir la vida de los hombres en la afirmación de su libertad contra la Necesidad, un destino superior frente al que la acción humana no podía sino estrellarse. Esquilo hace decir a Agamenón: “todo se cumple según el Destino”. Una férrea ley natural, enraizada en el derecho implacable de los dioses, dispone el acontecer del Universo. Pero junto a este determinismo, el griego afirma su libertad, naciendo nuestra herencia cultural, a través de la tragedia y la filosofía. Por su parte, el cristiano concebía la vida como un afirmarse a sí mismo, vinculado a sus comunidades, resistiendo a lo exterior adverso, guiándose por una razón vinculante, donde la autoridad y la tradición, el amor y la fidelidad constituyen sus mejores baluartes, en la certeza de que el futuro es Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
La resistencia asamblearia de los jóvenes de Sol, el denominado “movimiento 11-M”, asume el rostro de un callejón sin salida y amenaza con transformarse en sustancia misma de nuestro vivir cotidiano: fuera de los partidos, el ciudadano no tiene institución pública en la que pueda actuar políticamente. El “movimiento 11-M” refleja la orfandad en que se arrumba a los ciudadanos con una mala gestión de la crisis económica y una falta de transparencia en las estructuras financieras; una sociedad sin vínculos y sin raíces, y por eso mismo sin esperanza y sin futuro para los jóvenes, aquejada por una herida real, pero abierta en nombre de la Democracia, la Igualdad y el Progreso, que aspira, como pocas, al deseo incontenible de poder, y que educa en la envidia y el placer, en el menosprecio a la jerarquía y la diferencia, teniendo que elegir ante el viento servil de la historia entre la realidad de un futuro sin esperanza o la apariencia de una esperanza sin futuro.
Es posible que el joven comience a experimentar hartazgo de la clase política, enorme malestar ante un mundo que no cuenta con él, cansancio ante la indiferencia despreciativa del poderoso e influyente, percibiéndose a sí mismo como individuo o número, y suficientemente alejado, aunque parezca lo contrario, del Estado de Derecho como para no distinguir ya en una recta proporción entre derechos y deberes, creando no poca inseguridad y temor. Pero más preocupante para la democracia y la cultura histórica de una nación es que la autoridad decaiga en su virtud propia y se corrompa traicionando su deber e incumpliendo su cometido, porque entonces los hombres dejan de sentir confianza en las instituciones, desaparecen los límites del bien y del mal, de la verdad y del error, y la corrupción sobrevuela para vaciar de contenido la vida humana. La precariedad en que nos encontramos cuando unos centenares de jóvenes no aceptan las reglas de juego democráticas es un mal menor comparado con el mal mayor que se avecina cuando los agentes políticos abdican de la misión confiada.
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