Media vita in morte sumus
El abrazo al hombre postmoderno prosigue sobre una frontera imprecisa y puede bascular sobre cualquiera de sus dos lados: Misión comprometida o apostasía disimulada.
Este verso inicial de un responso del siglo X que emocionaba a Sto. Tomás, puede resumir la situación de los cristianos, y por ende de la Iglesia, al aproximarse la cuaresma del año 2011: “En medio de la vida estamos en la muerte” o, mejor dicho, “estamos muertos en medio de la vida”. Estamos muertos como células del cuerpo místico de Cristo y, por esa muerte nuestra, el conjunto de la Iglesia agoniza “en medio de la vida”, que viene a ser otra forma de decir que agoniza sin ser consciente de ello. Zacarías quizá fuese demasiado duro, pero lo que describió proféticamente era la forma extrema de inconsciencia eclesiástica: Escribió sobre unos vendedores que, en medio de la matanza de ovejas, exclamaban llenos de autocomplacencia: ¡Bendito sea Yahvé, ya soy rico! (Za 11, 5) Soy rico en formas huecas de religiosidad, de las que Dios ha huido al verlas integradas en la cultura de la muerte. Archimillonario pues en espejismos... Quizá demasiado duro, repito, porque este cristianismo de los medios ricos, que quiere competir en recursos humanos con el aparato anticrístico, abrazándole - no se sabe bien si en lucha greco-romana o con desmayo, esa es la gran duda - es producto de una confusión con raíces profundas y no siempre malintencionadas.
Recordemos que la Iglesia de las últimas décadas del siglo pasado hizo suyo el diálogo con el mundo, con el hombre post-moderno, desde una perspectiva de esperanza escatológica y enarbolando el estandarte de la misericordia. El punto de partida no podía ser pues más legítimo. Había que reorientar la cultura autosuficiente inyectando espíritu cristiano y para ello era necesario penetrar profundamente en ella. Había que valorar de alguna manera sus razones y depurarlas mediante el diálogo, aunque fuese preciso aceptar en consecuencia cambios en el talante y en el lenguaje propios. Se trataba de una aventura osada, de una incursión de conquista “desde dentro” en el territorio de la modernidad, para la cual, en resumen, había que adaptarse en lo accesorio y reducir el bagaje propio a lo fundamental.
La frontera entre lo accesorio y lo fundamental, sin embargo, nunca estuvo bien definida. Se entendía, claro está, que “el dogma, la moral y las costumbres” eran parte de lo inamovible, parte resguardada además por la infalibilidad pontificia. Aunque pronto se comprobó cómo aquella prerrogativa tenía que emplearse a fondo – con la Humanae Vitae – para evitar el desbordamiento. Quedaba claro que las adaptaciones en el culto y en la semiótica repercutían de facto en la conciencia dogmática; que las efectuadas en el talante implicaban constantes equívocos respecto a la moral social y que la alegre incorporación a la cultura política en lo estructural, lo estético y lo plástico, implicaba modificaciones graduales pero significativas de las costumbres. No existía pues una frontera definida en ningún terreno, hasta tal punto que el largo pontificado de Juan Pablo II, reacio a trazarla, tuvo que emplearse en sucesivas reafirmaciones puntuales, elaboradas siempre en paralelo de una realidad cultural interpretada en claves hipotéticas y condicionales. No se ignoraba que el puente construido sobre el río Kwai era utilizado principalmente por el enemigo, pero se confiaba en una futura inversión de sentido del tráfico, o en todo caso se dejaba la ingrata tarea de volarlo para etapas posteriores.
El dogma cristiano no es, en definitiva, otra cosa que la preservación por la Iglesia de los misterios de la misericordia de Dios hacia el hombre. Es la correspondencia del Cuerpo místico al misterio de amor de su Cabeza. Como tal correspondencia del cuerpo y por el cuerpo, se encuentra necesariamente inserta en el tiempo histórico y en el espacio cultural. Todos los cambios sociales repercuten sobre el dogma, sobre la fe y su inteligencia, bien facilitando la perfección y la irradiación o, como los actuales, imponiendo por el contrario el bloqueo y la mixtificación. La cultura nunca ha sido ni será neutral ante la Fe cristiana.
Media vita in morte sumus... Porque el abrazo al hombre postmoderno prosigue sobre una frontera imprecisa y puede bascular sobre cualquiera de sus dos lados: Misión comprometida o apostasía disimulada. Ya no es posible llamarse a engaño acerca de la necesidad de orientar ese abrazo desde una verdad extendida a todos los terrenos. No desde una verdad recortada. El sistema global, mostrándose explícitamente antiteo, se sirve de cualquier falsa caridad para empujar hacia una apostasía en la que podemos incurrir en bloque, a pesar de nuestras débiles protestas de moral readaptada. A pesar de nuestros discursos siempre demasiado esquivos del problema central: ¿La soberanía es de Dios o del hombre? No es posible prescindir de esa verdad, por mucho que chirríe contra sus mitos. No es posible invocar la gracia al margen de la verdad desterrada del mundo. La confianza en el poder de la gracia resulta abusiva cuando se invoca desde el desprecio de la naturaleza. Pero más abusiva aun cuando se justifica desde un rechazo implícito de lo sobrenatural. Cuando brota de conciencias que han escindido la realidad, desvinculando la razón del carisma, o la esperanza de la profecía. Para entender la dimensión eclesial del problema hay que reconocer que la perspectiva escatológica, que era tan nítida a nivel pontificio, se perdió en el escalón inferior inmediato: Recordemos aquel “paso a los bárbaros” que implicaba una miope concepción, cíclica y repetitiva, de la historia.
El buenismo beatífico reconciliado con el progreso moderno exigía, aunque no siempre de forma consciente, el escepticismo escatológico. Escepticismo plasmado en el recelo y la cuarentena impuestos a la hoja de ruta de María: La Reina de los profetas quedaba, como sus pequeños mensajeros, clasificada como “profeta de calamidades”. Existían, al parecer, fórmulas pastorales mucho más seguras, para alumbrar sin dolor – sin cruz – una nueva humanidad...
Media vita in morte sumus... Hay que recurrir a la psicología de Sto. Tomás para asomarse a esta apostasía interna, descubriendo el cáncer en su progresión por las facultades del alma: Memoria, entendimiento y voluntad. La primera ya totalmente perdida, salvo en sectores minoritarios atentos a la santidad del pasado. El segundo, muy tocado por la confusión de la memoria. La voluntad, esta sí, resistiendo sobre un suelo frágil y movedizo: Sacerdocio heroico aferrado al dogma y a la Eucaristía, aunque actuando una “evangelización” adaptada a nociones socioculturales contradictorias con el dogma y la Eucaristía. Profundamente contradictorias. El drama inadvertido de la actual sociología religiosa: Ese cura piadoso, cada vez más apresurado – y acomplejado - en la liturgia, cada vez más adaptado a la moda en la memoria y el entendimiento: Conecta con el ambiente repitiendo los clichés anticrísticos sobre “la Edad Media”. Permanece ajeno a los bienaventurados rescatados del olvido por Benedicto XVI. Pretende inmunizar a la juventud frente al erotismo virtual, haciendo equilibrios entre la ética y la estética esotérica... Memoria perdida, entendimiento tocado, voluntad cada día en mayor peligro. No en vano los santos del pasado son los moradores actuales del Cielo, calumniados por la Bestia (Ap 13, 6). Situación crítica para una mayoría extensa, mantenida a flote por la oración de los fieles, aunque expuesta al impacto creciente de las contradicciones.
Media vita in morte sumus... ¿A quien acudiremos para que nos socorra sino a ti, Señor, que estás indignado justamente por nuestros pecados? ¿Seremos capaces de alcanzar durante esta cuaresma la conversión que el tiempo de los tiempos requiere? ¿O será nuevamente más de lo mismo? ¿Quién pondrá en práctica llamamiento a la penitencia del Vicario de Jesucristo? ¿Cómo será eso, cuando se ha perdido casi por completo la conciencia - y abandonado la denuncia - del pecado? Necesitamos, con urgencia casi desesperada, recuperar la memoria, descubriendo nuestra miseria y nuestro pecado: Nuestros, de nuestra persona y nuestra generación. De nuestra nación arrasada. De nuestra Iglesia “renovada” en el convencionalismo, incapaz de verdadera autocrítica. Necesitamos curar el entendimiento, es decir, un rescate profético de la verdad en todos los terrenos. Incluido el de una cohabitación basada en equívocos con la cultura satánica. Necesitamos fortalecer la voluntad, es decir, aceptar la cruz, a pesar de todos nuestros miedos, como único horizonte de salvación. Y lo necesitamos todo antes de que el suelo se hunda bajo nuestros pies, porque quien no oiga los crujidos está definitivamente sordo.
Nada de ello estaría a nuestro alcance sin el apoyo, la intercesión y la compañía de María. Nada de ello estará al alcance de la Iglesia, a ninguno de sus niveles y en ninguna de sus regiones, sin el recurso a María. Pero – siempre hay un pero – las condiciones de María parecen definitivamente proféticas: Ella probablemente no reclame la voladura del puente sobre el río Kwai, pero no hay duda de que exige que lo atravesemos con la cruz por delante, sin temer el signo de contradicción.
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