Las democracias islámicas
En el Islam, fe religiosa y poder político no se conciben separados, ni en grado de autonomía, ni de subordinación
Toda esa algazara con que Occidente recibe el proceso revolucionario desatado en los países islámicos del norte de África se me antoja una patética muestra de «wishful thinking», propia de mentes decadentes y perezosas. En la concepción musulmana, orden religioso y orden político no conforman esferas separadas, ni en grado de autonomía ni siquiera de subordinación de la segunda a la primera. Cuando se compara este proceso con el que en Europa se desató con la Revolución Francesa (aunque su origen debamos buscarlo en la Reforma protestante), se olvida que en el Occidente cristiano orden religioso y orden político siempre estuvieron separados, aunque subordinado el segundo al primero; lo que el proceso revolucionario instauró fue la subversión del orden político contra el orden religioso, la «soberanía» del rey o del pueblo rebelados contra la ley divina. En el Islam, fe religiosa y poder político no se conciben separados, ni en grado de autonomía, ni de subordinación, ni muchísimo menos de subversión del orden político contra el religioso; en el Islam, las creencias religiosas «santifican» o legitiman el poder político, que a su vez sostiene la vigencia y difusión de la fe. El poder político, en la concepción musulmana, es unidad en la fe de la «umma» o comunidad de los creyentes y garantía de la expansión del Islam; y todas las revueltas que en el mundo musulmán han sido no han tenido otro propósito, consciente o inconsciente, sino restaurar la institución histórica del califato.
Las autocracias del norte de África siempre fueron vistas por los mahometanos como un impedimento para tal propósito; y, visto desde su perspectiva, no les falta razón. Son regímenes, en efecto, que dificultan o impiden la cohesión de la «umma», por atender otros propósitos espurios (sostenimiento de dinastías usurpadoras, permisividad con otros cultos religiosos, sometimiento a los dictados yanquis, etcétera). La restauración de ese quimérico califato que devuelva la conciencia de «umma» es la utopía tácita o confesa que ha alimentado todas las revueltas islámicas; utopía que una y otra vez se ha estrellado con la escasa capacidad política del temperamento musulmán, así como con trabas geográficas y étnicas diversas.
La democracia es una creación política a la que el cristianismo dio forma, con su teoría del poder divino que, a través del pueblo, se deposita en un gobernante; y, en sus manifestaciones últimas, ha devenido una herejía cristiana. Para un musulmán, la democracia es simplemente una blasfemia, una abominación repugnante; pues Islam significa «sumisión a Alá», y toda su dinámica religiosa tiende consiguientemente a proclamar la majestad inaccesible de Alá y la insignificancia del hombre creado, a quien no le resta otro destino sino acatar con sentido fatalista el abismo infranqueables que separa la divinidad desencarnada y la humanidad débil y sometida. Si un musulmán se aviene a hablar de «democracia» es para referirse, en términos que al occidental pasen inadvertidos, a una recuperación de la «umma» o comunidad de creyentes. Lo que de estas revueltas salga no serán, como los ilusos pretenden, regímenes democráticos, sino un Islam más robusto en el caso de que cuajen; y un Islam más enviscado y áspero en el caso de que fracasen. Y, en uno y otro caso, dolor, mucho dolor, como el que ya están padeciendo las minorías cristianas en Egipto, mientras por aquí seguimos tocando el arpa, en loor a ese oxímoron delirante llamado democracia islámica.