Recuperar la verdad
Sólo una regeneración moral que restablezca la verdad humana puede disolver este gran trampantojo.
Entre la faramalla politiquilla con que cada día nos desayunamos, las palabras de Jaime Mayor Oreja suelen brillar como el oro entre la bisutería. Lleva algún tiempo Mayor Oreja convertido en un auténtico «verso suelto» de la política; no en el sentido banal que suele dársele al término (aplicado al político propenso a la pataleta que se postula ante los medios, disconforme con el papel que le han asignado en las muy lacayunas estructuras de partido), sino en un sentido mucho más hondo y sustancial, que es el del político con un discurso propio, contrario o por lo menos ajeno a las consignas resobadas y oportunistas, contrario al cambalache de topicazos en que chapotean los discursos oficiales. Lo que enaltece más la figura de Mayor Oreja es que tales disonancias no las estimula la ambición personal, ni el afán por postularse, sino un propósito de desenmascarar las mentiras y superficialidades en que habitualmente se desenvuelve la acción política; y que tal propósito lo cumple, las más de las veces, a costa de su sacrificio personal, a costa de recibir un pedrisco de mojicones, que le llueve no sólo desde las filas adversas, por cierto. Mayor Oreja ha asumido el deber de decir responsablemente aquellas verdades del barquero que el sistema juzga extemporáneas, o agoreras, o inconvenientes, a sabiendas de que cuando uno decide ser «voz que clama en el desierto» acaba con la cabeza servida en bandeja de plata o, en el mejor de los casos, relegado al ostracismo; y su compromiso con la verdad se nos antoja uno de los escasos episodios de dignidad que redimen nuestra encanallada vida pública.
En una convención de su partido celebrada este fin de semana, Mayor Oreja ha tenido el valor de vindicar la verdad, en una época que proclama cínicamente que «la libertad nos hace verdaderos». «Recuperar la verdad», como ha señalado Mayor Oreja, exige, en primer lugar, reconciliar al hombre con su naturaleza, establecer cuál es su fin, el sentido de su existencia; exige restaurar la razón del vivir. Porque una sociedad que ha extraviado la razón del vivir, que se guía por un mero apetito de libertad, acaba renunciando a su condición humana: la «cultura de la muerte» a la que nos hemos abrazado como posesos, el extravío de las más elementales nociones morales, la destrucción de los vínculos familiares, que Mayor Oreja ha denunciado paladinamente, no son sino consecuencias inevitables de esa libertad desnortada —un aguachirle de relativismo— que ha soltado amarras con la verdad que le brinda sustento. Y una sociedad que reniega de la verdad que la constituye se convierte, inevitablemente, en pasto de ingeniería social; se convierte en barro moldeable en manos del político que, a cambio de exaltar sus caprichos y conveniencias, puede instaurar un reinado de la mentira sin violencias ni sobresaltos, sabiendo que quienes lo sostienen no se rebelarán, pues previamente han sido sobornados. Así se puede instaurar una «economía de ficción», o una política antiterrorista hecha de engañifas y fingimientos; porque, faltando el sustento de la verdad, toda mentira campa por sus fueros, engalanada de libertad.
Sólo una profunda regeneración moral que restablezca la verdad humana, la razón del vivir, puede disolver este gran trampantojo. La libertad sin referencia alguna a la verdad de la persona acaba siempre en alienación y angustia, por mucho que se disfrace con gozos superferolíticos. Mayor Oreja ha vuelto a ser una «voz que clama en el desierto» de la faramalla politiquilla. Desde esta esquina de papel le dirijo mi gratitud.
En una convención de su partido celebrada este fin de semana, Mayor Oreja ha tenido el valor de vindicar la verdad, en una época que proclama cínicamente que «la libertad nos hace verdaderos». «Recuperar la verdad», como ha señalado Mayor Oreja, exige, en primer lugar, reconciliar al hombre con su naturaleza, establecer cuál es su fin, el sentido de su existencia; exige restaurar la razón del vivir. Porque una sociedad que ha extraviado la razón del vivir, que se guía por un mero apetito de libertad, acaba renunciando a su condición humana: la «cultura de la muerte» a la que nos hemos abrazado como posesos, el extravío de las más elementales nociones morales, la destrucción de los vínculos familiares, que Mayor Oreja ha denunciado paladinamente, no son sino consecuencias inevitables de esa libertad desnortada —un aguachirle de relativismo— que ha soltado amarras con la verdad que le brinda sustento. Y una sociedad que reniega de la verdad que la constituye se convierte, inevitablemente, en pasto de ingeniería social; se convierte en barro moldeable en manos del político que, a cambio de exaltar sus caprichos y conveniencias, puede instaurar un reinado de la mentira sin violencias ni sobresaltos, sabiendo que quienes lo sostienen no se rebelarán, pues previamente han sido sobornados. Así se puede instaurar una «economía de ficción», o una política antiterrorista hecha de engañifas y fingimientos; porque, faltando el sustento de la verdad, toda mentira campa por sus fueros, engalanada de libertad.
Sólo una profunda regeneración moral que restablezca la verdad humana, la razón del vivir, puede disolver este gran trampantojo. La libertad sin referencia alguna a la verdad de la persona acaba siempre en alienación y angustia, por mucho que se disfrace con gozos superferolíticos. Mayor Oreja ha vuelto a ser una «voz que clama en el desierto» de la faramalla politiquilla. Desde esta esquina de papel le dirijo mi gratitud.
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