Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Los vampiros existen


La puerta de los horrores podría abrirse a monstruosidades indescriptibles, porque no se ha podido cerrar aun con el único candado irrompible, que es la cruz

por J.C. García de Polavieja

Opinión

Cuando el Papa Juan Pablo II alertó al pueblo cristiano sobre la cultura de la muerte, que ya entonces asediaba al Evangelio de la Vida, la creencia general, muy comprensible, fue que se refería exclusivamente a las legislaciones abortistas y eutanásicas.

Sin embargo, su advertencia no era tan simple.
Por el contrario, estos crímenes sólo eran, en su visión providencial, el flujo profundo de una corriente mucho más amplia contra la vida del hombre sobre la tierra. El Papa hablaba de “cultura” de la muerte porque, con providencial perspectiva, veía precipitarse sobre nuestras sociedades la maquinaria inspirada por la escucha de la antipalabra.

Wojtila era consciente, desde tiempo antes, de estar culminando en nuestro tiempo “la tensión entre la palabra y la antipalabra” (Signo de contradicción–1977- IV) Veía como, en la escucha suicida de esa antipalabra, la humanidad preparaba instrumentos para su propia tortura. Y no se trataba únicamente de ingenios de destrucción masiva, desde el campo biológico hasta alteraciones de la estructura planetaria, no sólo molecular, mantenidas ocultas, sino, además, de la manipulación del humanum esencial, conducida hasta extremos de odio que hacen palidecer la ficción.

Juan Pablo II conocía la vulnerabilidad del ser humano, cuya envoltura carnal sirve como recipiente al espíritu y está, por consiguiente, expuesta a la influencia, usurpación y manipulación desde esa dimensión. Espacio invisible donde, por fortuna, Dios pone morada y escudo, pero donde, a su vez, el enemigo susurra y empuja al menor desmayo. La materia, la carne humana, sin aliento divino resulta extremadamente maleable desde tales dimensiones: Las posibilidades alucinantes de manipulación de la genética tampoco se le escaparon a éste Vicario, que supo plantear la batalla por el hombre en un terreno más profundo. En el ámbito decisivo de la Gracia. Sirviéndose del cayado de Cristo, mantuvo la mayor parte de las ovejas en el redil, a salvo de la carnicería iniciada, haciendo honor al nombre consignado desde el inicio de los tiempos (Za 11, 7).

La estrategia de la Gracia, con mayúscula, obtuvo, por el valor infinito de la sangre de Cristo, la prolongación de un tiempo decisivo. Un tiempo tan prolongado – veinticinco años - que el programa macabro se vio frustrado y detenido, obligado a acelerarse en el futuro a tumba abierta... Nunca mejor dicho.

La victoria escatológica de Juan Pablo II la operó la Gracia. Y fue posible porque se implementó desde el más profundo conocimiento de los signos de los tiempos: El Papa conocía la magnitud del mal y supo enfrentarle el signo definitivo de la salud: Su asociación personal a la Pasión de Cristo elevó la cruz por encima de todas las carencias y flaquezas de la estructura eclesiástica. Levantó la cruz. Ostentó la cruz. Expiró en la cruz. Por eso se equivocaban, de medio a medio, los exorcistas que no entendieron su rechazo de otros rituales menos decisivos.

Pero el futuro detenido por él, o más bien retrasado gracias a él, es nuestro presente.

La aguda conciencia que tienen los sectarios del agotamiento de su tiempo - en contraste con la inopia eclesiásticamente correcta – ha desencadenado ya, en todos los terrenos, la ofensiva definitiva de la muerte. Se descubre así el rostro sin velos de una cultura deshumanizada. Tratan de envolver, acostumbrar, impregnar al hombre con una imagen distorsionada y monstruosa de su propia naturaleza. Nuestra humanidad, creada a imagen divina y rescatada por la sangre del mismo Dios, se ve rebajada a un grado de bestialidad (Ap 13) en el que la sangre pierde toda referencia al misterio del Amor y de la vida y se convierte en objeto de la más sacrílega concupiscencia. La sangre del generoso sacrificio personal del Hijo del Hombre se suplanta así por otra sangre, alimento de una vida degradada, disputada a mordiscos por alimañas condenadas a la muerte eterna.

El mito vampírico y licántropo es el reflejo en la cultura de masas del acoso satánico sobre las conciencias. (Nuestros jóvenes entre 13 y 18 años han contaminado sus sentidos, durante el pasado año 2009, con un 85% de imágenes procedentes de ese mito, sobre el total visualizado): Tal es el caldo de cultivo estético de una bestialización que surge en el interior, cuando el hombre, por el pecado contra el Espíritu, se fosiliza en su propia rebeldía. El infierno sobre la tierra, cuya implantación ha sido frenada sólo temporalmente, se revela entonces “con toda la fealdad y torpeza que contiene el universo” (Summa Theol. Suplemento, 74).

El problema es que el mito puede convertirse en realidad cuando los laboratorios del abismo operen con la entera libertad que persiguen. Si es que consiguen, en el vértigo de la apostasía, la neutralización del Sacrificio Redentor que se renueva en la Eucaristía y se apoya en la cruz. La vida eucarística, asumida y autentificada en la cruz, es el soporte de la verdad libertadora. Por ello, la batalla real de nuestro tiempo se libra en torno a la Eucaristía y alrededor de la Cruz.

La belleza “pertenece a la imaginería de la liberación” aunque no en el sentido pretendido por Marcuse (La dimensión estética, página 105) sino en su significado auténtico – tomista - de manifestación de lo verdadero y de lo bueno... Un aspecto apremiante del drama de nuestro tiempo es pues, como insiste Benedicto XVI, hacer comprender a ésta sociedad en trance de seducción (2 Ts 2, 11) la relación íntima entre el hecho religioso y la supervivencia colectiva; entre la moral y la libertad; entre la caridad y la belleza; entre el sacrificio personal y la deriva social. Hacer comprender, en definitiva, la capacidad del acontecimiento cristiano, y sólo de él, para despejar los peligros que acechan al hombre.

Sin embargo, el grito de alerta se ve sofocado eficazmente por la corrección política y eclesiástica: Los medios conservadores permanecen bajo el influjo de un liberalismo tardío, mero recubrimiento del sometimiento estructural – incluyendo la ciencia – al principado del mundo. Su complicidad con el mal, eco de vanidades volterianas, se traiciona en el desprecio cotidiano de la Ley divina. Pero las sonrisas escépticas y los inmoralismos se van a borrar cuando afloren las consecuencias: El horror más inimaginable será su estación terminal.

Tampoco es fácil alertar del peligro a la gran masa de los fieles. Los mensajes llegan demasiado crípticos aunque la verdad sea sencilla. Los fieles no entienden, con razón, en que consistiría “manifestar a Dios ante el hombre actual” cuando se hace abstracción de la conculcación frontal de su ley. El mismo Dios ya se ha encargado de prevenir esa modulación retórica ante el poder del mundo, por la cual lo que se “presenta” parece una caricatura suya: Dios no es un pelele indiferente ante la aberración institucionalizada. Dios no es enemigo del hombre, es su Salvador, pero además es testigo supremo (Ap 19, 11) de una Verdad que no puede ser manipulada, ni tampoco rebajada por falsa prudencia. La matanza universal de inocentes no ha sido repudiada hasta las últimas exigencias morales, ni en el plano conceptual, ni en el práctico. No es un mero daño colateral, subsanable, de la democracia. Es algo bastante peor. Cuando se advirtió, por quien tenía autoridad para hacerlo (Guerra Campos) que la sangre inocente vertida en el ara de Moloch alimentaba el imperio del abismo sobre las estructuras, algunos no supieron o quisieron entenderlo. Hay verdades que comprometen a fondo la coexistencia “de las esferas”.

La verdad que no se desea escuchar es que los vampiros existen, aunque la sangre no se succione con los colmillos sino con aspiradoras intrauterinas. El egoísmo bestial satisfecho al precio de la vida inocente es el mismo. La carnicería sofisticada es incluso más cruel que la mítica. Esta ruptura ética es cenital y puede comprometer el mismo culto religioso, en la medida del enfriamiento profético, hasta un punto tal que asombraría, aterrorizaría, si hubiese posibilidad de atisbar por un instante desde la ventana sin cristales... Se contemplaría entonces a las ovejas destinadas al matadero, vendidas, desamparadas ¿por quien? Quizá también sea demasiado pretender que se acepte la concretísima respuesta dada a este interrogante en la Revelación (Za 11, 5).

Los vampiros existen y no son la única manifestación del espanto que todavía podemos experimentar todos, los de arriba y los de abajo. La puerta de los horrores podría abrirse a monstruosidades indescriptibles, porque no se ha podido cerrar aun con el único candado irrompible, que es la cruz. ¡Que bien lo entiende la secta, cuando se conjura para quitar los crucifijos de las aulas y desmantelar esa gran cruz que ampara nuestro horizonte! ¡Que mal lo entendemos nosotros, empeñados en torear el asalto con habilidades semánticas, con cálculos posibilistas, cuando deberíamos asociarnos a esa cruz, abrazarnos a ella, para confinar todas las pesadillas en su dimensión subterránea!
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