Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La lanzada eucarística


Multitudes inmensas están expuestas a ser privadas de auténtica vida eucarística en la "normalidad" de éste escenario. Las sonrisitas tranquilizadoras están de sobra, porque muchos rostros fosilizados, dolientes en la muchedumbre, las desautorizan.

por J.C. García de Polavieja

Opinión

La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de ésta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf Ap 19, 1-9). La frase profética por excelencia del Catecismo, es tan corta cómo recia. Tan recia, que algunos ya han renunciado, sigilosamente, al Reino, para no tener que pasar por el Calvario. Tan dura, que aparece subrayada como “texto a corregir” en todos los programas del seudo-profetismo anticrístico. Seguir al Señor en su muerte y su Resurrección significa, ni más ni menos, que la Iglesia Católica Romana, la verdadera Iglesia de Jesucristo, aparecerá como muerta durante algún tiempo delante de una cristiandad abrumada (Za 11, 1-3) para luego resucitar, es decir, ser restablecida en toda su gloria.
 
La Pasión análoga de la Iglesia sigue, paso a paso, el guión de la Pasión histórica del Señor. Por ello, parecerá extraño que, desde Getsemaní, haya que adelantar la meditación rápidamente hasta el final, cuando el Crucificado, físicamente muerto, es atravesado en su mismo Corazón por una lanzada expeditiva (Jn 19, 34) Sin embargo, el significado analógico de dicho episodio es importante para la defensa, en presente, de la Iglesia: Porque el corazón de la Iglesia es la Eucaristía. La Iglesia nace y vive del Sagrado Corazón de Cristo. La Iglesia vive de la Eucaristía, se alimenta de la Eucaristía y, por lo tanto, es imposible que muera, ni siquiera un poquito, ni siquiera en apariencia, mientras su Corazón eucarístico infunda en su mismo centro la vida divina. Dicho de otra manera, la lanzada final al cuerpo de la Iglesia, ese bestial mordisco en su Corazón al que las profecías bíblicas aluden como “la abominación de la desolación en lugar sagrado” (Mt 24, 15) no sería otra cosa que el vaciamiento, suplantación y final supresión de la Eucaristía. Por eso el evangelista utiliza el término desolación. Porque la abominación consiste precisamente en el vaciamiento del lugar sagrado, en la desnaturalización del templo por el cerrojazo a la presencia divina. El profeta Daniel lo anuncia gráficamente cuando avisa que el momento cenital del poder anticrístico vendrá señalado por la supresión del Sacrificio (Dan 9, 27)
 
Sin embargo, nunca le podría ser infligido a la Iglesia ese terrible golpe, mientras el Corazón Sagrado siga latiendo. Con cada latido, ese Corazón eucarístico dificulta, retarda e impide el golpe de la lanza. Por ello, la desolación puede ser - será, Dios mediante – tanto más incompleta y aparente cuanto mayor vitalidad eucarística conserve el Cuerpo místico de Cristo.
 
El episodio histórico del lanzazo, del cual fue testigo directo el discípulo y evangelista más cercano al Sagrado Corazón (Jn 19, 37) no recoge pues únicamente los sacramentos que brotaron de ese Corazón traspasado para restablecer la dignidad del hombre, sino que, además, prefigura con carácter profético la causa del desfallecimiento escatológico de la Iglesia: La herida fue infligida post- mortem para servir como aviso de que la anemia mística precede a la desolación eucarística.
 
Todo ello obliga a examinar el estado actual de la vida eucarística desde una perspectiva menos conformista que la habitual. 
 
En teoría, la exhortación post-sinodal Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI habría venido a completar, a inicios del 2007, el arsenal provisto al pueblo cristiano por la sabiduría escatológica de Juan Pablo II para la defensa de la Eucaristía. Sólo en teoría. En realidad, habiéndose mostrado los hijos de las tinieblas mucho más sagaces que los de la luz, el propósito pontificio, restaurador de este Misterio de amor vital para la Iglesia, se ha visto frustrado en buena parte por la renuencia inspirada por la masonería. Unos pocos, muy pocos, incrustados en posiciones clave de la Iglesia, han sido capaces de convertir varias prácticas desacralizadoras del Santo Sacrificio en hábitos generalizados. Los documentos normativos básicos han sido obstruidos – en algunos lugares, literalmente sepultados – los ruegos pontificios silenciados, las diligencias jerárquicas postergadas sine die y la sublimación del Misterio central de nuestra Fe sometida al entredicho de una “mejor ocasión” que nunca llega. Que ya, desgraciadamente, podría no producirse antes del cercano amanecer.
 
La buena voluntad no ha sido suficiente frente a la insidia: Las rectificaciones “armadas de paciencia” han permanecido inéditas. Los “consejos mejor que órdenes” fueron y son ignorados olímpicamente. Los maestrillos con librillo original proliferaron como hongos en otoño, y los ministros y ministras extraordinarios se convirtieron en ordinarios por la vía del conformismo. Tal es la situación mayoritaria de varias diócesis y zonas que se tienen por “fructíferas”, no ya de otras provincias devastadas por el profetismo anticrístico disfrazado de nacionalismo pagano. Y bajo éste conformismo subyace la creencia en disponer de un tiempo ilimitado ...¡Qué ceguera!
 
No conviene, sin embargo, atribuir en exclusiva la crisis eucarística al fenómeno inducido de la anomía litúrgica. Hay otras dimensiones del problema, ligadas a la cohabitación de la Iglesia con la cultura dominante, que extienden a su vez nubarrones sombríos sobre altares y sagrarios. Porque el espíritu de verdad imprescindible para el culto, se está viendo comprometido no solamente por la inmersión estética, sino además por los retorcimientos éticos y la alteración de valores que impone la adaptación institucional. El reblandecimiento profético en las cuestiones conflictivas desautoriza y descompone desde dentro, llegando hasta anularla, una cura de almas imprescindible para la salud eucarística. Y a ésta descomposición de fondo se le suma, por desgracia, la pérdida de la conciencia de pecado por sectores amplios, que compromete aquella desde dentro.
 
Porque el centro del problema se esconde en el interior de los corazones. El incendio de fuego divino que podría rescatar a España y al mundo no acaba de prender porque Jesús encuentra gélidas nuestras moradas. La transformación de nuestro entorno por la vida entrañable del Corazón de Cristo no puede producirse sin una mínima disposición interior: Sin Fe, Esperanza y Caridad auténticas no se sustancia el asombro en el cual únicamente podría hacerse escuchar el Verbo. Sin actitud de adoración no hay apertura, ni atención al Señor, ni diálogo místico. El espectro de una liturgia meramente externa, apresurada y autosuficiente, se cierne sobre nuestros templos convirtiendo las lamparillas rojas en otros tantos gritos de socorro del Dios más vulnerable, tratado con indiferencia.
 
Es, primeramente, mi problema personal e intransferible de falta de fe, de egocentrismo, de resistencia al cambio de vida. Mi eterna indecisión, que sólo la Virgen María ha podido suplir, hasta ahora, por su paciencia: La solución comienza por mí mismo, invitado a esperar hincado la llamada del Cristo expuesto, masticado, ignorado, hasta que las rodillas se me venzan.
 
Pero el problema no acaba aquí. Yo sólo soy una muestra del catálogo inacabable de los formalismos y las ingratitudes... En éste drama, las responsabilidades estructurales preceden y acompañan a las personales. La sociología podría, sin exagerar ni un ápice, enumerar las inhibiciones ante la falta clamorosa de respeto a lo sacro: Los silencios permisivos y los gestos desorientados que han ahuyentado de nuestros templos el decoro en el vestir. Los lateralismos que secuestran al Señor en un zulo. Las arquitecturas resabiadas contra la Majestad divina y, sobre todo, la contemplación pusilánime del aquelarre ambiental, expuesta y dispuesta a mimetizar la vida eucarística.
 
(No se tome la expresión aquelarre ambiental como un desahogo literario, porque es un aviso sociológico: Ninguna juventud “católica” – ni siquiera la nuestra – puede pasar alegremente desde la estética de la licantropía a la recepción de la Eucaristía. La sangre de la muerte virtual no puede ser caldo de cultivo para acoger y asumir la Sangre Salvadora). Sin siquiera descubrir el juego satánico se tomarán las crecientes profanaciones por casualidades... ¡Qué ceguera!
 
Deslizamiento indoloro; adaptación acrítica; profetismo de lo fácil y mutismo en lo incómodo; abrazo salvador al mundo que concluye mundanizado; liturgia gesticulante de espaldas al Dios vivo... Demasiadas licencias para poder omitir el significado de lo obvio: Multitudes inmensas están expuestas a ser privadas de auténtica vida eucarística en la “normalidad” de éste escenario. Las sonrisitas tranquilizadoras están de sobra, porque muchos rostros fosilizados, dolientes en la muchedumbre, las desautorizan. Finalmente, ha quedado claro que las esferas civil y religiosa no eran estancas y el corrosivo no encuentra suficiente resistencia.
 
Santos claro que hay. Y muchos. Aunque quizá no estén sólo en las peanas, sino en las cámaras de una obediencia silenciosa. De la mística real de estos grupos fieles, de su marán atha libre de complejos, - inconmovible en la espera de la Segunda Venida – depende nuestra supervivencia. Porque las minorías adoradoras contribuyen eficazmente a mantener el latido sagrado. Con la alegría de la esperanza, constantes en la tribulación (Rom 12, 12): Una tribulación y una esperanza ahora concretas y expectantes.
 
Gracias a estos santos - que viven la Eucaristía siguiendo enseñanzas de la Iglesia que nunca han sido tan ricas como hoy – la lanzada próxima puede quedarse en burda acometida. Quizá la desolación podrá permanecer epidérmica; una apostasía escénica bajo la cual continúe latiendo el fervor eucarístico de una parte del pueblo, aunque sea en las catacumbas.
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