Hasta que no quede nada en mí de mí
por Guillermo Urbizu
La luz. Ese es Tu primer saludo Dios mío. La vida.
La alegría de la mañana que me santigua
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu guía.
La brisa que me acaricia el alma de Tu parte. El día
que comienza y que ilumina la santidad de la naturaleza
de las cosas. Santo, santo, santo. El misterio,
el fuego de esta claridad que me concedes.
Un avemaría se arrodilla conmigo en el suelo.
El suelo que beso
con toda la humildad de la que no soy capaz ni de lejos.
Pero lo beso para estar más cerca del Cielo y de los hombres.
Los ángeles se despiertan y me anuncian la buena nueva:
¡estoy vivo! Y soy hijo de Dios, hijo de la zarza ardiente,
del Amor incandescente. Hijo pródigo, como siempre,
pero hijo que ama, que peca, que vuelve a Tus brazos.
Hijo que asciende al Sinaí y al Tabor y al Gólgota y a los Salmos,
para ver el mundo desde la cumbre de los santos.
Abraza Dios, abraza más fuerte. Hasta que no quede nada
de mí, sólo el alma fundida a Tu misericordia, a Tu seno
de palomas y nardos y gacelas y poemas y sauces.
Que no quede en mí nada de mí, ni una molécula, sólo
Tu victoria por los siglos de los siglos, la bendición de Tus ojos
en mis ojos desorientados y fulleros y baldíos.
Y el día pasa, y paseo con Ana por las calles y plazas,
por esas avenidas donde Te dan gloria los magnolios en flor,
y el clamor de los niños y de los pobres y de las campanas…
Esas calles que son mi vocación y mi oración y la misa
donde Te ofrezco lo que soy y lo que no soy y lo que admiro
en toda la inmensidad de Tu Amor indiscutible.
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