Reflexionando sobre el Evangelio
Ricos de soberbia y vanidad
Hace unos días leí un comentario que un conocido compartió en las redes. Se quejaba de que ese día había dado los buenos días en el metro a varias personas y que nadie le había contestado. Lo que me llamó más la atención fue la respuesta que dio a ese suceso: “-no saben lo que se pierden-”. Este conocido se dedica al marketing, por lo que no comprende que alguien rechace algo que se ofrece sin aparente costo.
La realidad es que en la sociedad de la comunicación estamos saturados de ofrecimientos llenos de apariencias. ¿Por qué? Porque hemos experimentado muchos engaños. Hemos aceptado muchas cosas que nos han terminado por dar más problemas que beneficios. Nos hemos parado a hablar con muchas personas que amablemente nos han saludado y tras un buen rato de conversación, nos hemos dado cuenta que la aparente bondad escondía requerimientos que no deseábamos aceptar.
La evangelización es muy complicada en este entorno. Nadie quiere que venga otra persona a ofrecerle el oro, a costa de encadenarnos a algo que no deseamos. A priori podríamos pensar que somos ricos y por eso rechazamos lo que se ofrece con gratuidad. Aunque es parcialmente cierto, pienso que más bien es todo lo contrario. Somos pobres en aquello que se nos va a requerir si picamos el bello “anzuelo” que se nos ofrece. Somos ricos en soberbia y vanidad, pero pobres, terriblemente pobres, en confianza y fraternidad. Nos da miedo aceptar bienes indiferentes, que a la larga conllevan un coste que no podemos asumir.
También se equivoca el que toma como bienes lo que es indiferente; porque hay cosas que son buenas, otras malas y otras medianas. La castidad, la humildad y otras virtudes semejantes, son de las primeras; y cuando el hombre las elige, hace el bien. Las opuestas a éstas son las malas, y hace el mal el hombre que las acepta. Y, en fin, las medianas, como por ejemplo las riquezas, son las que se destinan al bien, como en la limosna, o al mal, como en la avaricia. Lo mismo sucede respecto de la pobreza, que lleva a la blasfemia o a la sabiduría, según los sentimientos de los que la padecen. (San Juan Crisóstomo. Homilçia 8 in ep. 2 ad Tim)
Ayer leía un interesante artículo del Iona Institute (Irlanda): Religion declines, individualism and technocracy rise. Trata sobre la terrible disminución de cristianos en el Reino Unido. En este artículo se dice que una encuesta asocia el declive de la religión con el aumento de la libertad y la racionalidad. El autor del artículo, David Quinn, comenta que sería mejor vincular el declive a la creciente atomización social y al utilitarismo tecnocrático. ¿Somos demasiado ricos y vanidosos? Sin duda lo somos, pero la aparente riqueza y vanidad, esconde una profunda soledad y un profundo enfrentamiento entre nosotros.
Miremos a la Iglesia y pensemos en todo esto. ¿Qué nos pasa? Somos cada vez menos y todo lo que hacemos no consigue cambiar el declive de fieles y los escándalos del clero. Por casualidad he leído un artículo de Carlos Esteban en Infovaticana, titulado ¿Qué es “la Iglesia de Francisco”?. En este artículo se aborda el enfrentamiento interno que vivimos. Tradicionalistas, conservadores, indiferentes, progresistas y revolucionarios, andan continuamente en enfrentamiento. ¿Y el católico tradicional centrado en Cristo? Simplemente se le ignora porque no se une a cualquiera de las “cruzadas” que lideran autoproclamados salvadores. No es que este enfrentamiento sea algo moderno, ya que viene desde que la Iglesia es Iglesia. Es consecuencia directa de nuestra naturaleza caída. Aunque este enfrentamiento sea antiguo, lo que actualmente nos diferencia es la potencia y disponibilidad de medios de comunicación. Antes no existían medios de comunicación ubicuos que propician la aparición de miles de figuras mediáticas ansiosas de notoriedad. No se trata sólo de ganar dinero, sino también de aumentar la vanidad. Vanidad que nos atrapa y nos esclaviza. Vanidad que para muchos vale más que el oro y los diamantes. Algunos llegan a defender vehementemente que sus opiniones son el mismo magisterio eclesial y hasta la revelación divina. ¡Somos terriblemente ricos en vanidades y soberbias! Volvamos al Evangelio de hoy y leamos detenidamente lo que señala el Señor:
“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios” (Lc 12, 19-21)
¿Qué he amontonado? Quizás algo de dinero, pero también comentarios laudatorios, miles de “me gusta” en las redes, seguidores que lloran pensando que nos podamos retirar, grupos de complicidad que dan calor a nuestra vanidad, etc. Estas son las riquezas que muchos amontonamos hoy en día. Riquezas que nos enfrentan a unos con otros. Enfrentamientos que generan bandos y partidos. Bandos que ganan siendo crueles y maltratando a sus hermanos de fe. Hermanos de fe que terminan perdiendo al confianza en la Iglesia cuando parece dar más valor lo inmanente que a los trascendente.
Demos un salto hasta los momentos previos al nacimiento del Señor. Los Magos de Oriente siguieron una estrella que les llevaba hacia donde tenía que nacer el Salvador. De igual forma, los Ángeles llamaron a los pastores para que se acercaran hasta el humilde lugar donde nació Cristo. ¿Se pelearon los Magos y los Pastores por la diferentes formas de llamada? ¿Fue un problema la forma en que llegaron y los regalos que portaba cada cual? Nada de eso fue relevante ante Cristo que se manifestó ante ellos. Herodes se quería aprovechar del acontecimiento, pero el Cielo hizo que los Magos no contribuyeran a sus planes. Avancemos treinta años. Los Apóstoles vivieron tensiones porque unos querían ser más importantes que los demás. Cristo dejó muy claro:
... Jesús, llamándolos junto a sí, dijo: Sabéis que los gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que los grandes ejercen autoridad sobre ellos. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera entre vosotros llegar a ser grande, será vuestro servidor, y el que quiera entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo; (Mt 20, 25-27)
¿Qué hacemos buscando constantemente la paja en ojo ajeno? ¿Cuántas vigas tenemos dentro de nuestros ojos? ¿Qué hacemos mirando atrás para convertirnos en estatua de sal? ¿Por qué preferimos cualquier cosa a utilizar odres para el vino nuevo? Tanto interés por lo socio-cultural y lo estético, y tan poco por tener aceite para esperar la novio. Aceite que es esperanza viva y paz de corazón. Rara vez aceptamos el llamado del Señor, pero estamos dispuestos a seguir a cualquiera que nos ofrece vanidades y relevancia social. Nos dedicamos a construir cientos o miles de Torres de Babel para llegar a Dios, pero despreciamos descalzarnos al pisar la Tierra Sagrada. ¿Quienes somos para protestar ante Dios por los dones y vocaciones que no nos ha dado a nosotros?
¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo que es mío? ¿O es tu ojo malo porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros, y los primeros, últimos. (Mt 20, 15-16)
Intentemos ser últimos, sencillos, dóciles, fraternos y fieles a Cristo. Sabemos que el Publicano salió justificado y no así, el ufano líder Fariseo. (Lc 18, 9-14) Quizás si nada pretendemos ganar, ni recibir nada a cambio, nuestro saludo de “buenos días” sea escuchado y nos devuelvan una sonrisa.
En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos.… (Mt 18, 2-4)
Tal vez debamos parecernos más a los niños que a las potestades humanas. Un saludo de un niño hace sonreír nuestro corazón. Quizás necesitemos esa sencillez para volver a evangelizar.