Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Nombrar sin decir. Gn 2,23

por Alfonso G. Nuño

Aunque la acción creadora del Señor Dios es simplicísima, sin embargo, el autor sagrado la describe, en los primeros capítulos del Génesis, de manera múltiple. Y es que la unicidad divina, como luz blanca difractada, desde la creaturalidad la palpamos.

Entre esa multiplicidad de actividad que parece haber en Dios y que no es sino expresión de la infinita riqueza de su hacer, nos cuenta la Biblia que dice y nombra, dice luz y la llama día. El hombre, creado a imagen y semejanza, no dice, solamente da nombre a los animales. No los trae por acción creadora a la realidad, sino que puestos delante de Él por Dios, les da nombre, los nombra. Es decir, les da norma; como visir de Dios, puesto en Edén para cultivarlo y cuidarlo, les da un para. Y aquí va a estar inscrita la historia. Todo su drama va a consistir en si el hombre encamina a las criaturas y así mismo hacia el para que Dios quiere para ellas y no es otro que la gloria divina. Como dice S. Ireneo:
La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios.
¿Y que es esta visión de Dios sino la divinización del hombre (cf. 1Jn 3,2)?

Pero el autor sagrado deja en silencio la escena. Habrá que esperar un poco a escuchar la voz del hombre, su pequeño logos de criatura. Y, cuando lo escuchamos, lo oímos envuelto de alegría. Ante la mujer (issá), la palabra (logos) va en soplo (pneuma) sonoro y en júbilo, y Adán (hombre) se ve varón (is) (cf. Gn 2,23).

Gozo y palabra hablada ante quien es igual. Pero no solamente ese nombre que habla del qué, sino también otro nombre que habla del quién, el misterio más profundo de cada hombre, sea varón o mujer: Eva, la viviente (cf. Gn 3,20). Y esto tras el pecado. Como si, antes de éste, ese nombre fuera solamente don de Dios conocido únicamente en el silencio por quien lo recibía (cf. Ap 2,17). También la desnudez estaba antes en el silencio y no necesitaba de vestiduras. Parece que el nombre propio y la ropa velaran y protegieran el misterio de cada quién en espera de la comunión del cielo, de la consumación de la divinización tras la redención.
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