Presentación del Señor: La espada de dolor
“Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.” (Lc 2, 34-35)
En medio de la fiesta, ligada a la presentación del Niño en el Templo, surge un aviso de tragedia. Simeón, que ha ensalzado al pequeño Jesús y ha dicho cosas que han confirmado a María en su fe en la promesa que le hiciera el ángel Gabriel, termina diciendo: “Una espada de dolor te traspasará el alma”. Fue como un rayo que atraviesa un cielo azul y anuncia la llegada de la tormenta.
Pero, ¿cómo reaccionó María? ¿Qué hizo? Sin duda que la preocupó, pero ¿la sorprendió? Creo que no. ¿Podía esperar ella que su Hijo fuera el Mesías y que no cayeran sobre él problemas y persecuciones? Quizá no esperaba que lo que ocurriera fue lo que terminó por suceder, la muerte en la Cruz. Pero seguro que esperaba para su Hijo -y por lo tanto para Ella- una vida difícil, de entrega y sacrificio, más que de triunfos y riquezas. Cuando unos meses atrás le había dicho su “sí” a Dios a través del ángel, se había consagrado a eso, a hacer la voluntad del Señor como una “esclava” y no a ser la “reina madre” triunfante rodeada de criados que la servían. Por lo tanto, aquel jarro de agua fría que en ese día hermoso arrojó sobre la Sagrada Familia el profeta Simeón, sirvió para que la Virgen volviera a decirle a Dios su “sí”. “Aquí estoy y aquí estaré. En lo bueno y en lo malo. Por amor, sólo por amor, todo por amor”. María no salió huyendo y dejó al Niño abandonado. Al contrario, le apretó con fuerza contra su pecho y le dijo: “Tienes un Padre en el Cielo y una Madre en la tierra. No tengas miedo”.