Tercer Domingo de Cuaresma y pincelada martirial (Ciclo C)
San Hilario de Poitiers el gran teólogo del siglo IV define el temor como el estremecimiento de la debilidad humana que rechaza la idea de tener que soportar lo que no quiere que acontezca. Existe y se conmueve dentro de nosotros a causa de la conciencia de la culpa, del derecho del más fuerte, del ataque del más valiente, ante la enfermedad, ante la acometida de una fiera o el padecimiento de cualquier mal. Nadie nos enseña este temor, sino que nuestra frágil naturaleza nos lo pone delante. Tampoco aprendemos lo que hemos de temer, sino que son los mismos objetos de temor los que lo suscitan en nosotros.
En cambio, el temor del Señor, el temor de Dios tiene que ser aprendido, puesto que se enseña:
-No se encuentra en el miedo, sino en el razonamiento doctrinal.
-No brota de un estremecimiento natural, sino que es el resultado de la observancia de los mandamientos, de las obras de una vida inocente y del conocimiento de la verdad.
Por dos veces repite Jesús en esta página del Santo Evangelio: Si no os convertís todos pereceréis lo mismo (Lc 13,3 y 5); y al hacerlo nos sitúa en la clave de la principal enseñanza que se nos quiere transmitir: la conversión del corazón, que es lo que propone la Iglesia nuestra Madre en todo este santo tiempo de Cuaresma, precisamente para hacernos llegar más dignamente a la celebración de la Pascua.
Este relato es propio de Lucas1. Está reflejando lo que Cristo rechaza, y que era creencia ambiental, incluso reflejada en los Evangelios (Jn 9, 2-3):
-¿Quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?).
Que toda desgracia era castigo por un pecado era creencia normal. Y cita dos casos, conocidos sólo por los Evangelios. Uno fue una matanza de galileos que hizo Pilato en el Templo mientras ofrecían sacrificios. Este tipo de brutalidades cometidas por los procuradores romanos en el Templo, lo mismo que por Arquelao o por otros, no eran raros. Se conocen por el historiador Josefo varios casos afines. Y Pilato era capaz de ellos.
También le hablaron de la torre de Siloé, que se desplomó y mato a dieciocho personas. La respuesta de Cristo hace suponer que la pregunta venía con esta mentalidad. Casi la misma que en muchas ocasiones tenemos nosotros mismos cuando nuestros planes se desmoronan y las cosas no salen según nuestros cálculos: catástrofes naturales, accidentes, violencia, atentados terroristas…
Jesucristo nos aclara que eso no es verdad: que su muerte no significa culpa, sino los planes de Dios (Jn 9,3). No por morir éstos eran más culpables que los demás galileos o gentes de Jerusalén. Pero les hace una gran advertencia: en el plan de Dios hay horas señaladas para el ejercicio de castigos o desgracias colectivas. Por eso, si no hacen penitencia -galileos y jerosolimitanos-, todos perecerán de la misma manera que estos casos que le contaron. Probablemente Jesús alude a la penitencia mediante la rectificación moral de sus conductas para reconocerle como Mesías.
Luego viene la enseñanza por medio de esta parábola. Una higuera infructuosa, que sistemáticamente no daba fruto. La higuera simboliza a Israel (Os 9, 10) e incluso al que no daba fruto (Jer 8,13). Se la pensó cortar pronto, pero aún hubo paciencia, y se la cultivó con esmero por otro año. Mas no dio fruto. Y hubo que cortarla. Así se trató a Israel, cultivándolo repetidamente con avisos y profetas; luego el Bautista, y, por último, Cristo con su obra de enseñanzas y milagros. Pero Israel, los dirigentes, no le reconocieron por Mesías. Sólo fructificó… la muerte del Mesías.
En esta parábola -afirma el Padre Aldama2- se ve lo que es un corazón que no acaba de convertirse. Es como la higuera que no da fruto; y se ve la reacción del Señor frente a la higuera que no da fruto; frente a ese corazón que no se convierte. ¿Cuál es la reacción del Señor? Hay una reacción al lado que no es la reacción del Señor; es la del dueño de la viña dentro de la cual está plantada la higuera: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala”.
La reacción del Señor es esperar, esperar todavía un poco; y espera al alma a que se convierta de verdad; y espera al alma a que fructifiquen de verdad las virtudes, que son las que tienen que fructificar.
Pero esta reacción del Señor no se refiere solamente a esperarnos a nosotros; no se trata solamente de que Él vaya a esperar a que el alma llegue a dar fruto, sino que su reacción encierra también trabajo suyo: “Yo cavaré” (Lc 13, 8), yo trabajaré. Aquí no lo dice, pero lo dice en otra parábola: podará la vid para que dé fruto (cf. Jn 15, 1). Es Él el que va a trabajar para que demos fruto. ¿Qué trabajo es éste? Es el trabajo de la gracia del Señor. Una vez y otra vez está el Señor trabajando en nuestro corazón con el toque de la gracia, con su iluminación interior, con el deseo que nos pone de ser mejores, con todas las circunstancias exteriores de que se vale para que nuestro corazón vuelva a Él. Circunstancias buenas o circunstancias malas, con las tentaciones mismas interiores, con todo, es la gracia la que nos está trabajando para que no seamos higueras que no dan fruto, sino que demos de verdad fruto en nuestro corazón.
Así, pues, la Cuaresma es una ocasión propicia para renunciar al egoísmo y la superficialidad, para elevar fervientes plegarias al Señor, intensificar la escucha de su Palabra, participar más dignamente en la Santa Misa, hacer una buena confesión e incrementar las obras de misericordia y caridad hacia todos los que sufren. Hagámoslo como la Santísima Virgen nos enseña en humildad, sencillez y pureza, acompañémosla hasta el Calvario para encontrarnos en la mañana de Resurrección, junto a Ella, con el Cristo Vivo.
PINCELADA MARTIRIAL
Ayer, 23 de marzo, fue beatificado en la Catedral de Tarragona el médico Mariano Mullerat. Hoy, día 24, se cumplen 122 años de su nacimiento. Damos gracias a Dios por este nuevo testimonio martirial: el mil novecientos uno de los reconocidos por nuestra Santa Madre Iglesia.
Aquí podéis descargaros este libreto, del cual destaco los siguientes párrafos, y que ha sido escrito por el sacerdote Rafael Serra Abellà:
http://beatificaciomullerat.arqtgn.cat/wp-content/uploads/sites/96/2019/02/libretoBiografiaEsp.pdf
Apóstol del perdón
Casi como una santa obstinación, los últimos días proclama el deseo de perdonar. Lo pide a los otros previendo que, cuando él no esté, a los que le han querido les costará hacerlo. Lo pide a los amigos, lo pide a su esposa, lo pidió a los compañeros que fueron ejecutados con él. En su pensamiento se impone la urgencia del perdón: un perdón vivido, predicado y dado. Eso es una gracia de Dios muy grande. Ya que no perdonamos cuando queremos, sino cuando podemos. La gracia del perdón le fue concedida. Santa Teresa nos dice que el perdón es un signo indefectible de la verdadera unión con Dios, la cima de la peregrinación hacia Dios, huésped divino del propio Castillo Interior. Realmente, eso es lo que hace más admirable el don inmerecido del martirio. Él, que recibió tantas veces a lo largo de la vida el sacramento de la penitencia, se sentía un hombre perdonado siempre por Dios y sabía que la incapacidad para otorgar el perdón es una incapacidad para recibir la gracia. La capacidad para perdonar brota siempre de la experiencia de ser perdonado por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos. Si uno acepta que el amor de Dios es incondicional, que el amor del Padre del cielo no se ha de comprar ni pagar, entonces no podemos regatear el perdón a los otros, porque éste es dado desde el corazón, como fruto y victoria de la gracia.
Dios lo llamaba al martirio y sabía que un mártir ha de morir perdonando.28 Así imitó la pasión del Hijo de Dios que desde la cruz no se sintió víctima de ninguna injusticia, sino de la ignorancia, cuando dijo: «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen».
En los ojos del buen doctor Mullerat sus verdugos no encontraron odio, sino perdón y compasión. Igual que en el momento de la muerte del Señor, cuando no se puede decir que un pecador estuviera más lejos que otro, porque todos estaban en la misma proximidad absoluta, participando del amor del Señor que perdona y redime.
No sabemos si en los ojos de los verdugos había odio. Probablemente, muy poca conciencia de lo que hacían y un afán de acabarlo pronto. En el fondo se lo habían mandado; les habían dicho que era conveniente hacerlo. El odio iba más allá de ellos, venía de fuera, allá donde el mal casi no se puede determinar y deviene oscuro, opaco, casi como una manifestación del Mal radical contra los Siervos de Dios. Tal vez, si hubiesen mirado a los ojos del buen médico, llenos de bondad, no se hubieran atrevido a disparar las armas. Por eso los abatieron de espaldas, porque la mirada, llena de bondad y compasión del buen médico del pueblo, les habría sido insoportable. En los ojos del beato Mariano no había odio. ¡Sí! El Señor le concedió una muerte semejante a la suya. Con razón el joven [se trata del joven Antonio Martí Tilló, que volvía del servicio militar y fue testigo de la terrible ejecución], que escondido vio como los ejecutaban, escuchó que el médico decía: «Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen».
1 PROFESORES DE SALAMANCA, Biblia Comentada. Evangelio Vb, página 150 y ss. (Madrid, 1962).
2 José Antonio ALDAMA, Homilías. Ciclo C, pág.83 (Granada, 1994).