Cardenal Gomá: 1934. Antilaicismo (2)
Y esta es, dejando aparte las características de este libro, la razón de que lo hayamos dado a la prensa. Creemos hacer con ello obra de defensa de nuestra sociedad, de nuestra civilización cristiana y de nuestra patria.
Porque el laicismo no es un sistema filosófico: apenas si es una doctrina. No es más, en su fondo, que una negación: la de los derechos de Dios sobre el hombre y su actividad. Más: creemos que el laicismo es invención menguada para destruir el Catolicismo. Jamás se produjo en el seno de otra religión no cristiana el fenómeno del laicismo. La historia nunca ha separado, en ningún pueblo, los destinos del hombre de la ley y tutela de la divinidad. La voz del poeta griego: Est Deus in nobis… es la voz de todo el mundo humano. El Cristianismo ha realizado en forma verdaderamente divina, el consorcio íntimo de Dios y el hombre. Lo ha realizado hasta el punto de hacerse Dios hombre y de hacer vivir al hombre la misma vida de Dios. Esta es la esencia del Cristianismo en el orden dogmático: el Evangelio, los escritos apostólicos y la literatura patrística son como el comentario a este principio fundamental del Cristianismo, que concretaba en frase sintética San Agustín: Se hizo hombre para que fueran dioses los hombres.
A esto tiende el Cristianismo en el orden individual y social. Nuestra religión divina toma la persona humana, el hombre y lo regenera, lo reengrendra para Dios, haciéndole vivir vida divina. Dogma, ley, sacramentos, culto son un vasto sistema de captación y de vivificación del hombre en Dios. Realiza el Cristianismo en nosotros la magnífica doctrina que San Pablo exponía a los oyentes atónitos del Areópago: En Dios vivimos, nos movemos y existimos, porque somos de su misma raza. La vida cristiana y su expresión más alta, la santidad cristiana, no son otra cosa que la expansión de la vida de Dios en nosotros.
En la sociedad cristiana, cuando es lo que debe ser, ocurre igual. Conjunto organizado de vidas cristianas, la sociedad cristiana está como llena de Dios. No ya solamente esta sociedad sobrenatural que llamamos Iglesia, que tiene por alma y soporte al mismo Espíritu de Dios, sino hasta las mismas sociedades de orden natural -familia, nación, Estado- a las que cada cristiano aporta el tributo de su vida personal y que no pueden ser regidas fuera o contra de las exigencias de la vida sobrenatural de los ciudadanos. En toda sociedad podemos considerar la masa y la forma, la multitud y el molde legal que la especifica. Una sociedad cristiana debe vivir socialmente en cristiano. Tiene derecho a ello por exigencia intima de los que hay de más vivo en el ser humano, que es su relación con Dios y las funciones que esta relación importa, que son las funciones de religión.
Por esto, en los siglos medios de la historia cristiana, tan calumniados como poco comprendidos, Dios lo era todo en la sociedad. El señorío divino se prolongaba de los cielos al fondo de la conciencia humana, que libremente aceptaba la ley divina y se acoplaba a ella, para luego florecer en la maravilla de estas sociedades, en las que, si no se pudo desarraigar todo el mal de la miseria humana, se tenían a mano todos los recursos de la divina terapéutica, única capaz de salvar a los pueblos en sus crisis y de hacerlos prósperos y venturosos en sus días de vida normal.
El laicismo es la contraposición del cristianismo. Es su microbio específico. Es ponzoña que mata los gérmenes de la vida divina con que Dios quiere absorber en su propia vida -es palabra enérgica del Apóstol- la vida entera, llena de miserias, de hombres y pueblos. El paganismo no conoció el laicismo. Religión contra religión, batallas de dioses contra dioses, un ídolo, un monstruo, un tótem o un emperador hacían las veces de Dios: nadie se sustraía a la divinidad: todo era Dios, menos Dios mismo. Por esto estaba todo desgajado de Dios, porque Dios es celoso y no da a otro su gloria. ¿Por qué debía inventar Satanás, el eterno enemigo de Dios, la monstruosidad del laicismo?
Y aquí lo tenemos, hundida la garra en el pecho vivo de nuestras sociedades, que se descristianizan rápidamente según la medida en que se laicizan.
Y aquí está, lector, el gravísimo peligro, para la civilización cristiana y para nuestra cristianísima España.
Pero decimo mal: el peligro es para la civilización, a secas. O se salvan las esencias cristianas que, gracias a Dios, perduran en el fondo espiritual de nuestros pueblos, o perece la civilización, toda la civilización. Los espíritus más nobles y selectos han visto claro en este punto; y no nos sería difícil tejer una antología de textos de los grandes pensadores modernos que hacen suyo el idioma: O Cristianismo o barbarie.
Es obvia la razón: la religión es la médula de los pueblos grandes, que lo han sido en la misma medida en que han sido religiosos y en el grado o categoría de su religión. Porque esta no es un accidente en la vida del hombre: es todo él, porque ella es el punto vivo por el que se inocula el pensamiento y la vida de Dios en nosotros. El hombre es un animal religioso, ha dicho Quatrefages: si no fuera religioso no pasaría de animal. Esto, que podrá parecer un ultraje a los sin Dios o contra Dios, es un postulado que deriva de la misma definición del hombre. Animal racional, el hombre es libre por el hecho de ser racional. Libre, tiene la responsabilidad y el deber de la justicia. La primera justicia es la que la criatura debe a su Hacedor, que no es más que el tributo de su religión.