La doble cara del sacerdocio
Los sacerdotes somos seres humanos. Tenemos defectos, debilidades y pecados. Además hay algunos lobos con piel de oveja que se infiltran entre nosotros y hacen estragos como hemos podido contemplar con tanto dolor. Si miras la humanidad de un sacerdote siempre quedarás defraudado. Siempre encontrarás algo que mejorar, algo imperfecto, un defecto, un pecado, un mal gesto, un mal día. Siempre encontrarás un ser humano.
Y es que los sacerdotes no pretendemos ser otra cosa. No somos Dios. Y no somos
santos por el simple hecho de ser sacerdotes. Hay tantos días que acabamos cansados, a veces un poco frustrados, tantas cargas que llevamos encima, tantas personas a las que queremos y por las que nos preocupamos y que nos hacen sufrir, tantas preocupaciones, tantas tareas... Es impresionante que Dios se valga de tanta fragilidad para actuar. A mí me sigue impresionando, y cuantos más años cumplo, más me impresiona, porque más consciente soy de mi debilidad.
Y sin embargo, el sacerdote es también un milagro. Porque a través de él, un instrumento pobre, frágil y débil, Dios mismo se hace presente. Porque, por muy débil que sea el sacerdote, en él actua Cristo. Cuando bautiza, es Cristo quien lo hace. Cuando confiesa, es Cristo quien da el perdón. Cuando celebra la misa, es Cristo quien se hace presente. Cuando predica lo que enseña la Iglesia (y no sus propias doctrinas) Cristo habla por su boca. Cuando se acerca un moribundo para ungirle, es Cristo mismo quien se acerca con misericordia y toca las llagas del hombre enfermo.
Es más, al sacerdote se le concede la gracia de asociarse a la Pasión de Cristo y ofrecer su vida junto con la del Señor por la salvación del mundo entero, de aquellos que le han sido encomendados, de aquellos que ama, de aquellos que no conocen al Señor, incluso de sus propios enemigos. Cada vez que alza el cáliz, el sacerdote está renovando la Pasión de Cristo y uniéndose a ella. Está decidiendo libremente ofrecer su sufrimiento por ti. Está renovando el compromiso de entregarse hasta la última gota de su sangre por los demás hasta la extenuación.