Antífona de entrada D-PIV/Salmo 33 (32),5s
por Alfonso G. Nuño
La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo. Aleluya (Sal 33 (32),5s).
Al comenzar la celebración, cuando resuena esta antífona, estamos normalmente reunidos en un templo, que no es un simple lugar para ejercer el derecho de reunión, sino que es lugar de culto, que significa y manifiesta lo que es la misma Iglesia. Lo importante no son los materiales de construcción, sino los fieles que somos piedras vivas para "la construcción de un edificio espiritual" (1 Pe 2,4s). El templo material visualiza ese templo vivo de Dios que somos los creyentes (cf. 2 Cor 6,16).
Además, ayuda a hacer perceptible el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. De modo que, así como de su costado abierto en la Cruz manó la salvación para todos (cf. Jn 19,34), así la puerta, abierta tras la celebración, debería ser nuevo cumplimiento de la profecía de Ezequiel y nosotros, derramados por las calles, llevar la vida a las aguas de este mundo salobres por el pecado (cf. Ez 47,112).
Y también el templo es un signo escatológico. Cuando entramos en él para la celebración eucarística, estamos anticipando nuestro ingreso en el santuario celeste para participar eternamente en su liturgia. Nuestra entrada en el templo es imagen de nuestra vuelta definitiva a la casa del Padre.
Ahora bien, el culto "en espíritu y verdad" (Jn 4,24) no está ligado a ningún lugar en concreto, pero como no somos ángeles, sino criaturas corpóreas, siempre tiene que ser en algún lugar. En muchos países, los cristianos tienen que vivir su fe y, por tanto, sus celebraciones clandestinamente. Pero tanto los que podemos celebrar abiertamente en un templo como los que no pueden lo hacemos sobre una tierra que está llena de la misericordia divina y bajo un techo, el cielo, obra de su palabra. No hay propiamente ningún lugar profano, todo el universo es el solar de ese templo que somos los creyentes.
[Aquí tenéis un comentario a la antífona de comunión de este domingo]
Además, ayuda a hacer perceptible el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. De modo que, así como de su costado abierto en la Cruz manó la salvación para todos (cf. Jn 19,34), así la puerta, abierta tras la celebración, debería ser nuevo cumplimiento de la profecía de Ezequiel y nosotros, derramados por las calles, llevar la vida a las aguas de este mundo salobres por el pecado (cf. Ez 47,112).
Y también el templo es un signo escatológico. Cuando entramos en él para la celebración eucarística, estamos anticipando nuestro ingreso en el santuario celeste para participar eternamente en su liturgia. Nuestra entrada en el templo es imagen de nuestra vuelta definitiva a la casa del Padre.
Ahora bien, el culto "en espíritu y verdad" (Jn 4,24) no está ligado a ningún lugar en concreto, pero como no somos ángeles, sino criaturas corpóreas, siempre tiene que ser en algún lugar. En muchos países, los cristianos tienen que vivir su fe y, por tanto, sus celebraciones clandestinamente. Pero tanto los que podemos celebrar abiertamente en un templo como los que no pueden lo hacemos sobre una tierra que está llena de la misericordia divina y bajo un techo, el cielo, obra de su palabra. No hay propiamente ningún lugar profano, todo el universo es el solar de ese templo que somos los creyentes.
[Aquí tenéis un comentario a la antífona de comunión de este domingo]
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