Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Sin Dios esto no hay quien lo entienda

por Guillermo Urbizu


Y una vez escrito el título del presente artículo me ponga a considerar los mil entuertos de la vida. ¡Son tantas las dificultades y los sinsabores! ¡Son tantos los problemas cotidianos! Puede que quejarse no resulte muy elegante y todo eso, pero no hacemos otra cosa. Te despiertas y antes de haber puesto un pie en el suelo ya algo te viene a la cabeza. ¡Mierda! El sueño no ha borrado las evidencias. Todo sigue igual. El día es nuevo, es otro, pero no hay cristiano que tenga tanta paciencia. Con lo que sea. Con el marido o con la mujer, con los díscolos hijos (o pánfilos, según sea el caso), con las mil gestiones del alma, con la empresa de telefonía, con los impuestos, con las coladas, con las cábalas de los colegios, con esos dolores o enfermedades, con el gobierno, con esa angustia económica… Te levantas y sólo falta que alguien te diga que no haces nada, o similar. Salen de estampida las palabras. O te callas rotundo. O piensas (lo pensamos con frecuencia): Que me dejen en paz de una puñetera vez, que salgan todos de escena. El prójimo, el prójimo. A paseo con el prójimo. Quieres respirar un poco. Pero la vida no para (por ahora contigo dentro) y cuanto más te rebelas más amargo puede ser el trago. ¡Qué desgana! Te vuelves gruñón o apático o escéptico o maniático del ego.

Vista la vida así da pena. Damos pena. Doy pena. O asco. Es deprimente salir a la calle con el alma triste, enclaustrado en un gesto adusto e impertinente. Aunque la persona no se sea del todo consciente de su alma. Te devanas lo sesos, piensas mal de todo (y de casi todos), das pábulo a mentiras, ansías más de lo que tienes, no te conformas… Y es que estamos enfermos del alma, creyendo que vivimos por y para nosotros mismos, que la vida sólo es por fuera. O que la vida puede vivirse con un ridículo esfuerzo o a cargo del presupuesto o mediante chapuzas. Pensamos que la alegría nace por generación espontánea o es fruto de la compraventa. Y poco a poco vamos quitando a Dios de nuestras vidas. Aunque nos tengamos por muy píos Dios pierde terreno en el día a día. ¿O no? No nos lo acabamos de creer. Ponemos más empeño en cualquier antojo o apetencia. Nos vamos creando necesidades sin fin o nos enfadamos por cualquier pirueta de la Providencia. La que sea. ¡Qué a disgusto vivimos! Al menos es lo que parece. Hablamos a gritos o con displicencia. Hasta lo más querido se nos hace insufrible. Y lo mejor nos importa un bledo. Y vivimos -y morimos- entre eufemismos. Y todo es relativo. ¿Y Dios? ¿También es relativo?

Sin Dios, o tomándonos a Dios en vano, la vida es un asco. O bien podemos utilizar cualquier otra palabra. ¿Prefieren pena, o tristeza, o cambalache o paripé? Pero el asunto es el mismo. La vida desnuda de Dios es un frío atroz, te pongas como te pongas o aunque la vistas de seda. No hay Ley, no hay referencia. La vida sin Dios no tiene ritmo, y nos deja huérfanos de alma, y hasta de vida. Sin Dios la metafísica es una bobada, y la física un engranaje en busca de autor y de mantenedor. Sin Dios se confunde la belleza con vete tú a saber que mezcolanza de fantasmagorías u ocurrencias. Sin Dios, decidme, sin Dios ¿qué narices es la vida? ¿Qué explicación podemos dar para todo esto que amanece cada día? Sin Dios la vida es un pin, pan, pun, como salta a la vista. ¿Quién la respeta? Se vende al mejor postor. ¿Quién aguanta una existencia así, sin meollo, sin esa íntima esperanza, que no inercia? El amor de Dios es la Fuerza, el Color, el Gozo, el Sentido, la Poesía. De ese Amor mana la gracia que nos convierte y resucita y alienta.
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