Lunes, 23 de diciembre de 2024

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En enero de 1936 "Estampa" nos permite poner rostro a los que sufrieron persecución y martirio

Martirio en la Cartuja de Montalegre (3)

por Victor in vínculis

Antes de continuar con el estupendo trabajo realizado por HISPANIA MARTYR para darnos a conocer el martirio de los cartujos  de Montalegre hemos transcribimos un par de artículos publicados en la revista Estampa.

En la entrega de ayer se decía:

«Sin embargo, hacia las 18 h. comenzó el asalto, realizado a un mismo tiempo con cautela y furia, porque había corrido el bulo de que los cartujos disponían de armas, y que había entre ellos un antiguo oficial ruso zarista, el general Nicolai».

Y, entonces, recordé que lo había leído en estos artículos firmados por JUAN PUENTE. El primero aparece el 25 de enero de 1936. Como no se leía muy bien, para facilitarlo lo hemos transcrito.

EN LA CARTUJA DE MONTEALEGRE, JUNTO A BADALONA…

PAZ

Por la carretera que lleva de Badalona a Tiana y al monasterio de Montealegre, entre pinares rumorosos y robles retorcidos, viñedos y prados, luce el tibio sol de enero, iluminando el campo, las cumbres redondas de la Conrería, las casitas blancas incrustadas en la montaña. El monte tupido, de un lado, la falda escarpada, del otro, y allá al fondo, el mar. Arriba, en la cumbre, a trescientos metros parte un ramal de camino serpenteante que conduce al cenobio. Surge este de pronto, como abandonado, defendido por un viejo muro. La vasta edificación de piedra encalada, con sus grandes ventanales, ofrece un espectáculo de paz melancólica.

SE ABRE LA PUERTA

Rompemos el espeso silencio, aporreando fuertemente el portalón que nos cierra el tránsito. Nadie responde, no se percibe el menor ruido, ni siquiera hay eco en el embudo que forma el valle. Entonces, a los costados del portalón, divisamos dos letreros. Dice uno: Se prohíbe la entrada a las señoras. En el otro se hace la advertencia siguiente: Inútil llamar aquí sin previo aviso. La entrada, por la puerta principal. Sigan hacia la izquierda y den la vuelta, hasta encontrar el paseo de los Plátanos.

Buscar el paseo de los Plátanos supone una hora de andar por riscos y rieras imposibles. Aupándome en el muro, agito en el aire el pañuelo, como pidiendo socorro. Los cartujos, que trabajan la tierra, inclinados en el surco, no ven mis llamadas. Las siluetas que van y vienen a lo lejos no levantan la vista del suelo. No me atrevo a perturbar con un grito la desamparada y agreste soledad. Sigo lanzando S. O. S. con el pañuelo. Al fin, se apercibe un fraile. Con la mano indica que tengamos paciencia. Diez minutos más tarde se abre el pesado portalón.

DOS FRAILES TRABAJAN

Un monje alto, magro, de largas barbas canosas, la cabeza rapada, vestido con hábito blanco y un mandil de rayadillo, sujeto por la cintura, nos mira sin despegar los labios, dejándonos franco el paso. Cierra de nuevo el portalón, guarda las llaves en la faltriquera y, sin hablar, sin demostrar la menor curiosidad, nos precede por una avenida de cipreses, hasta la puerta principal de la Cartuja. Un silencio promisor nos envuelve. A poco, la campana que en adelante guiará nuestras horas, invita a reanudar sus quehaceres a los hijos de san Bruno. Cubiertos con las capuchas, ocultando el rostro a las miradas; las cabezas, bajas, ausentes de ellos y de los demás, atraviesan un patio desierto, llevando cubos de agua, cajas de madera, sacos de cemento, tablas, vigas de hierro.

Alguno que otro, los de hábito pardo, saluda con una ligera inclinación de cabeza o ahueca con las manos el vuelo de la capucha.

EL CARPINTERO DE TARRASA

El que menor respeto me inspira es un muchachón, tipo labriego, que no viste enteramente de fraile. Parece más jovial que los demás eremitas, y a él me dirijo.

- ¿También usted ha hecho voto de silencio?

-Sí.

- ¿Pero podrá responder a mis preguntas?

-Según.

-Me imagino que no cometerá ningún pecado si me dice quién atiende aquí a los visitantes, o si nadie impide que los visitantes circulen tranquilamente por donde les plazca.

-El padre procurador les atenderá en seguida. Alguna ocupación urgente es la causa, con seguridad, de que no haya venido antes.

- ¿Sabe qué le esperamos?

-Debe saberlo. El portero mayor se lo habrá dicho.

- ¿Usted no es portero?

-Soy ayudante de cocina.

- ¿Lleva mucho tiempo de clausura?

-Medio año. Yo soy de Tarrasa. Trabajaba de carpintero.

- ¿Le desagradaba el oficio?

-De ningún modo. Continúo practicándolo si no tengo ocupación más importante.

- ¿Por qué se encerró en este monasterio?

-Para orar y hacer penitencia.

-La austeridad y el rigor del claustro, las mortificaciones y el silencio, los frecuentes ayunos, ¿no le empavorecen?

-Habitar esta mansión al lado de santos varones, es un favor singular que excita mi devoción.

Suena la campana y luego repica una campanilla.

-He de retirarme. El padre procurador viene -se exculpa el carpintero de Tarrasa-. A la paz de Dios.

LABRANDO LA TIERRA

Bruscamente salen por distintas puertas frailecitos blancos. Se colocan en dos filas silenciosos, y se dirigen a la finca. La granja, el huerto y el parque que rodea el monasterio les proveen de todo, bastándose a sí mismo. Cada uno de ellos coge, en una caseta con aperos de labranza, un azadón, una pala, un pico… Se distribuyen por distintos lugares. Se ponen a desbrozar la tierra, podan árboles, amontonan ramas que cargan sobre los hombros. Un viejecito de ochenta y dos años empuja un carro de mano; otro, de edad semejante, lava la ropa. Nadie está ocioso.

EL PADRE PROCURADOR

Se aproxima un lego, rogándonos que le sigamos. Volvemos al gran patio. La sombra de tres cartujos se recorta en la puerta. Conversan animadamente.

-Tengan la bondad de esperar al padre procurador.

El padre procurador de los cartujos cuida de administrar los bienes del monasterio, bajo las órdenes inmediatas del prior, sin cuyo conocimiento y permiso no puede hacer ningún gasto, ni emprender y resolver asuntos de envergadura. Los días festivos, en los que comen los padres en el refectorio, sirve personalmente la comida a los monjes.

- ¿Qué finalidad les trae a nuestra casa?, pregunta.

-Conocer el monasterio, la vida que en él se hace… Por lo pronto, me ha extrañado no haber oído aún el fatídico: “Hermano, morir tenemos…”. Me gustaría comprobar si es cierto que ustedes se entretienen todos los días un ratito en cavar la tumba y contemplar el hoyo en que han de ser enterrados.

-Todo eso es una ridícula leyenda que nadie sabe dónde ni cuándo nació, ni cómo se ha formado y extendido. Se tiene un concepto erróneo y disparatado de los hijos de san Bruno. Se les considera seres desemejantes de los demás hombres: que no hablan nunca y que, continuamente absortos en el pensamiento de la muerte, terminan por aborrecer la vida. No. La vida cartujana no es eso que se cree y que vulgarmente se repite, ni las cartujas se han hecho tampoco para servir de casa de corrección o de sanatorios de anormales. Son exclusivamente para almas puras, que se acogen a ellas huyendo del mundo. En realidad, es vida que no ofrece nada de extraordinario, y a la que uno se acostumbra con mucha más facilidad de lo que parece. Se necesita, eso sí, temple de ánimo, temperamento y carácter bien equilibrados, firmeza de voluntad y, sobre todo, vocación.

-Pero aquí, además de los varones insignes de la orden, debe de haber hombres que tuvieron predicamento y envidiable reputación antes de retirarse a la soledad del claustro.

-Indudablemente; mas conviene no olvidar que las cartujas no son a modo de espiritual asilo, donde solo acudan a refugiarse los pecadores acosados por el remordimiento de sus culpas, los escarmentados del mundo y hastiados de sus vicios, los corazones amargados, las víctimas de algún drama o tragedia, los melancólicos, los neurasténicos, es decir, los más ineptos para esta vida llena de abnegaciones.

UN GENERAL RUSO

Oran y hacen penitencia en Montealegre un profesor de altos estudios religiosos del Collège de Francia, que alcanzó celebridad con sus libros; un profesor de Filosofía, de Dijón; un ex jefe del sionismo alemán; un biólogo escocés, un famoso pianista rumano, un catedrático de ingenieros de la Universidad de Manila, otro de la Universidad de Medellín (Colombia), dos obispos, uno de ellos, chino; abogados españoles, médicos, farmacéuticos, industriales…

-El novicio más joven, un arquitecto que cursó sus estudios en Barcelona, cuenta veintiocho años.

-Me han dicho que había un general. ¿Qué general es ese?

-Juan de Nicolei, ayudante del zar de Rusia. A pesar de la grave dolencia que padece, continúa con el austero régimen de la cartuja.

- ¿Le podría saludar?

-Aparte del paseo semanal por la granja, en el que podemos esparcirnos con santa franqueza; las llamadas a la capilla, que ordinariamente son tres ves: a misa, a vísperas y a maitines, no nos está autorizado hablar con nadie, si no es con los superiores, ni salir de la celda, adonde no deben llegar noticias del mundo, y rara vez, visitas de extraños. Por eso, en previsión de que el silencio se quebrante, con objeto de que, sin preguntarla, los religiosos sepan su obligación, se anotan en un tablero, cerca del coro, oficios, deberes y trabajos de las dos jornadas en que partimos las veinticuatro horas.

-De todas maneras…

-Bien. Veré si es posible complacerle.

(CONTINUARÁ)

 

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