Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Un réquiem alemán IV

por Alfonso G. Nuño


Jesús lloró por Jerusalén y por su amigo Lázaro; es verdadero hombre. Un rey puede llorar por la destrucción de una de las ciudades de sus dominios y por la muerte de algún allegado, ¿pero es el mismo llanto? Una misma circunstancia puede dar lugar al llanto de dos personas, pero la motivación de ambas puede ser muy distinta.

¿Cuál es el bien dañado que me mueve a llorar? El llanto por la muerte de alguien o la destrucción de una ciudad puede ser expresión de amor o de egoísmo. Quien ama quiere el bien del otro y sufre por el mal que padece la persona amada. El egoísta hace del otro un objeto, no llora por el mal que sufre alguien, sino porque se le hace daño a él directamente. Cuántas veces las lágrimas en un velatorio son expresión de posesión egocéntrica afectiva y no de amor verdadero.

Jesús ama a Jerusalén y llora no porque el rechazo de Jerusalén le haga daño, sino, ante todo, porque rechazándolo, Jerusalén se hace daño a sí misma y esto es lo que le hace sufrir. Qué hermosamente hablamos de amor herido. En el caso de su amigo, Jesús no llora por verse privado de una posesión afectiva, pues su alimento es hacer la voluntad del Padre y a Lázaro puede seguir amándolo después de muerto; lo hace porque quiere el bien de Lázaro y la muerte es un mal. El hombre fue creado para la vida y la separación de alma y cuerpo, consecuencia del pecado, es, pese a ser lo habitual, una "anormalidad". Por otra parte, Jesús no había bajado aún a los infiernos, es decir, a la morada de los muertos, a anunciar la salvación a los justos que lo precedieron y sabía que, en esa situación, tendría que estar Lázaro hasta que Él muriera. Ciertamente, como seres sociales, las muertes de los demás nos afectan, pero el amor  –o el desamor– es lo que cualifica la vivencia de la muerte del otro.

En Jesús, aprendemos que el amor engendra un sufrimiento distinto al del egoísmo. En el amor, el bien está mediado por la persona amada, su bien es el mío. Y por eso murió en la Cruz, porque me ama. Y esto es un gran misterio, porque Dios es el bien supremo y el amor de las divinas personas entre ellas es de una plenitud inimaginable para nuestras pobres capacidades. No necesitaba crearnos para amarnos. Y, sin embargo, nos creó y además se encarnó; el impasible, se hizo pasible. Al hacerse hombre, se hizo sufriente.

Nosotros, para llegar al ser debido, necesitamos amar, porque esa es nuestra vocación; por eso, precisamos negarnos a nosotros mismos, dejar de mirarnos e ir más allá de nosotros  y que nuestro bien sea el bien de otro. En cambio, Dios es eternidad de perfecto amor, no necesita llegar a ningún sitio. Su amor al hombre, su filantropía, no tiene ninguna sombra de precariedad, necesidad o egoísmo. Su encarnación es amor puro.
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