Una biblioteca en condiciones
por Guillermo Urbizu
Cualquier acumulación de libros no sirve. La bibliomanía puede confundirnos, engatusándonos con raras ediciones o similares caprichos. La calidad es el objetivo primordial. Debe existir una selección. Por mínima que sea. Algo que permita pensar, a quien escudriñe en nuestra biblioteca -por sus libros los conoceréis-, que detrás de esa infinidad de volúmenes hay una voluntad de excelencia, un criterio intelectual que rige nuestro afán. En definitiva, que hay un alma que anhela la pasión por la verdad y por la belleza. ¿Para qué conservar libros superfluos que posiblemente no vayamos a leer de nuevo, o esos otros de ocasión que llegan en un constante aluvión adventicio?
No caigamos en la bibliolatría y su enajenamiento. Al fin y al cabo es una variante más de la constante tentación que padece el hombre por ir acumulando cosas. Tener, tener, tener. Traperos de la insignificancia, apegados a una ilusión predifunta. Por más encuadernación campanuda que tenga. Uno también ha pasado por ese amancebamiento de primeras ediciones, sofisticadas ilustraciones o dedicatorias miríficas, en un coleccionismo que se atasca en la manía. Cuentas tus libros, los acaricias más que a tu propia mujer, indagas en su aroma, rodeado siempre de catálogos en donde poder encontrar esa pieza laminera que buscas desde hace tiempo. Y lo que son las cosas, cada vez lee uno menos, títere de su propia extravagancia.
Nuestra biblioteca nos define. Es autorretrato certero. Los autores más diversos van desgranando su poso en los anaqueles de nuestras vidas. Pero no vivimos solos. Poco a poco los hijos, o los nietos -cuidado con ciertos amigos que después no devuelven lo prestado-, irán fisgoneando, en el loable intento de saciar esa curiosidad que nunca abandona a los grandes devoradores de libros. Y eso es lo mejor de todo. Ver que nuestra biblioteca nos trasciende y sobrepasa. Por eso -y por espacio y por sentido común y por sensibilidad crítica- es conveniente quedarnos con aquello que releeríamos de nuevo sin dudarlo. La selección nada tiene que ver con la censura o con prejuicios varios. No se trata de ser pacatos. Diría más bien que se trata de una responsabilidad intelectual y estética. Se trata de que en nuestra casa habiten los mejores libros, aquellos capaces de educar en libertad nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Para que esa biblioteca sea una biblioteca en condiciones, articulada en el discernimiento de lo cabal.
Me siento ante ella, ante mi biblioterapia. Cada libro me indica un remedio, el mensaje de una prosodia intemporal. Soy personaje de sus aventuras, grafía de su elegancia, intérprete que descifra con agasajo el más nimio matiz de su poesía. Ya lo dijo Ortega: “La felicidad es una dimensión de la cultura”.
No caigamos en la bibliolatría y su enajenamiento. Al fin y al cabo es una variante más de la constante tentación que padece el hombre por ir acumulando cosas. Tener, tener, tener. Traperos de la insignificancia, apegados a una ilusión predifunta. Por más encuadernación campanuda que tenga. Uno también ha pasado por ese amancebamiento de primeras ediciones, sofisticadas ilustraciones o dedicatorias miríficas, en un coleccionismo que se atasca en la manía. Cuentas tus libros, los acaricias más que a tu propia mujer, indagas en su aroma, rodeado siempre de catálogos en donde poder encontrar esa pieza laminera que buscas desde hace tiempo. Y lo que son las cosas, cada vez lee uno menos, títere de su propia extravagancia.
Nuestra biblioteca nos define. Es autorretrato certero. Los autores más diversos van desgranando su poso en los anaqueles de nuestras vidas. Pero no vivimos solos. Poco a poco los hijos, o los nietos -cuidado con ciertos amigos que después no devuelven lo prestado-, irán fisgoneando, en el loable intento de saciar esa curiosidad que nunca abandona a los grandes devoradores de libros. Y eso es lo mejor de todo. Ver que nuestra biblioteca nos trasciende y sobrepasa. Por eso -y por espacio y por sentido común y por sensibilidad crítica- es conveniente quedarnos con aquello que releeríamos de nuevo sin dudarlo. La selección nada tiene que ver con la censura o con prejuicios varios. No se trata de ser pacatos. Diría más bien que se trata de una responsabilidad intelectual y estética. Se trata de que en nuestra casa habiten los mejores libros, aquellos capaces de educar en libertad nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Para que esa biblioteca sea una biblioteca en condiciones, articulada en el discernimiento de lo cabal.
Me siento ante ella, ante mi biblioterapia. Cada libro me indica un remedio, el mensaje de una prosodia intemporal. Soy personaje de sus aventuras, grafía de su elegancia, intérprete que descifra con agasajo el más nimio matiz de su poesía. Ya lo dijo Ortega: “La felicidad es una dimensión de la cultura”.
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