Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Conferencia pronunciada en 1987, en Roma

La persecución y Pío XI, por Fernández de la Cigoña (2)

por Victor in vínculis

«Hay, como se ve, una absoluta identidad entre las palabras del Papa pronunciadas medio año antes con las de la encíclica. Aunque el calor y la emoción de sentirse en medio de los mártires, rodeado por los padres, los hijos, los hermanos de los mártires, dieran al Papa un tono distinto del propio de una encíclica. Pero la denuncia de los hechos y su condena no pudo ser más solemne y rotunda en la Divini Redemptoris. Así como la advertencia al mundo de lo que podría ocurrirle si triunfara el comunismo. Poco tendrían que esperar varias naciones de la misma Europa en padecer en su carne análoga experiencia. 

Pero el martirio de mi patria no fue como una tormenta de una noche de verano que se desencadena sin que nada parezca anunciarlo. Fue una génesis de muchos años. De gobiernos regalistas que creían, insensatos, que afirmaban su poder atentando contra los derechos de Dios y de su Iglesia. De reyes que creyeron compatible con su glorioso apellido de católicos el expulsar de sus Estados a la Compañía de Jesús y conseguir luego del Papa, con presiones y chantajes inauditos, su disolución. De filósofos e intelectuales que entendían una ciencia desligada y aun opuesta de Aquel que proclamó que era el camino, la verdad y la vida. De masas desvalidas que se alejaron de quien es en verdad el único consuelo. De egoísmos de ricos olvidados de la caridad… Y así llegó el año de 1931

Nada más proclamarse la República, la victoria inesperada sobre la monarquía fue considerada también un triunfo sobre la Iglesia. Aunque ésta hubiera aceptado inmediatamente el nuevo régimen, tanto desde sus autoridades, el nuncio y los obispos, como desde el influyente periódico de Angel Herrera, El Debate, que el mismo quince de abril exigía de los católicos, entre los que tenía gran predicamento, el leal acatamiento de la República. 

Pero desde entonces ya se estaban preparando los primeros decretos anticatólicos: el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, los de libertad de cultos y secularización de los cementerios y el de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, los de secularización de la enseñanza. 

El 11 de mayo, a menos de un mes de la proclamación de la República, tiene lugar la quema de conventos con la tolerancia, si no con la complicidad, de las autoridades republicanas: la iglesia de los jesuitas de la calle de la Flor, la de las monjas bernardas, la de los carmelitas descalzos de la Plaza de España, el colegio de Maravillas en Cuatro Caminos donde los hermanos de la Doctrina Cristiana daban educación gratuita a los hijos de obreros de aquella barriada, el convento de las mercedarias, la parroquia de Bellas Vistas, el colegio de María Auxiliadora, el ICAI... 

En Sevilla y en Cádiz se reprodujeron los incidentes. Málaga fue ya una orgía de incendios. Como Valencia y Alicante. Estaba claro, pese a las exhortaciones de Angel Herrera a los católicos, cual era el objetivo de muchos republicanos: la abierta persecución a la Iglesia. 

Inmediatamente de este acto de barbarie, en el que se perdieron incalculables tesoros artísticos, el oficialmente católico ministro de la Gobernación, Miguel Maura, que había presidido la inacción de la fuerza pública ante los desmanes, expulsa a Francia al obispo de Vitoria monseñor Múgica que, escoltado por la policía y con protesta expresa, es puesto en la frontera de Irún. 

El 3 de junio de 1931 los arzobispos españoles protestaban de las medidas anticatólicas del Gobierno. El 14 de junio es expulsado de España el cardenal primado, monseñor Segura.

Los artículos 26 y 27 de la Constitución consagraron oficialmente el sectarismo anticatólico de la República. A consecuencia de ello dimiten el presidente del Gobierno y el ministro de la Gobernación y los diputados católicos se retiran del parlamento. Azaña, el gran responsable de la reforma militar y una de las principales figuras, posiblemente la de más inteligencia, de las que protagonizaban la oposición a la Iglesia, llegaba al máximo poder. Acababa de proclamar que España había dejado de ser católica. 

El canónigo Pildain, que pronto sería nombrado obispo, dijo en el Parlamento: «A mí me incumbe el deber de hacer constar que, según la doctrina católica ante una ley injusta caben estas tres posiciones, perfectamente licitas: primero, la de la resistencia pasiva; segunda, la de la resistencia activa legal, y tercera, la de la resistencia activa a mano armada». 

Yo creo que es la primera vez que, ante la tesis de Herrera y El Debate, se hace expresa proclamación de la licitud de la sublevación. Luego vendría la justificación doctrinal de la rebelión que llevó a cabo Acción Española y, muy particularmente, el canónigo magistral de Salamanca, Aniceto de Castro Albarrán. Y aquella famosa frase de que a la República había que oponerse por todos los medios legítimos, incluso los legales

Expulsión de la Compañía de Jesús. Dos sacerdotes son tiroteados, y uno resulta muerto, en Vizcaya. En Bilbao se incendian el convento de las reparadoras y la parroquia de Santurce. Los gobernadores prohíben procesiones y romerías. El Ayuntamiento de Zaragoza retira del salón de sesiones una imagen de la Virgen del Pilar. El de Ávila retira a una de sus plazas el nombre de Santa Teresa. En Sevilla no hay procesiones de Semana Santa… 

La Ley de confesiones y congregaciones religiosas es un atentado más a las convicciones católicas de muchísimos ciudadanos. Los obispos protestan contra la ley y afirman que «somete a la Iglesia a una condición notoriamente injusta». El Papa Pío XI, en su encíclica Dilectissima nobis, dirigida a España es particularmente duro contra la situación: «Protestamos con todas nuestras fuerzas contra esta ley... y tenemos la esperanza de que todos los católicos españoles, valiéndose de todos los medios legítimos que les concede el derecho natural y la legislación, harán por reformar y sustituir esta ley». No pocos vieron en estas palabras del Papa un apoyo a la conspiración militar. 

Mientras tanto seguían ardiendo iglesias en Purchill (Granada), Algeciras, Pozáldez (Valladolid), Rioja (Almería), Peal de Becerra (Jaén), Santa Olalla (Huelva), Santa María de Pulpis (Castellón), Betanzos, Chanteiro y Santa María del Villar (Ferrol), Córdoba… Es asesinado el párroco de Erice (Navarra). 

El arrollador triunfo de las derechas fue un respiro para la Iglesia. Sevilla tuvo de nuevo su Semana Santa. Y salvo la explosión de odio y barbarie que constituyó la revolución de octubre que alcanzó en Asturias un salvajismo especial con el asesinato de numerosos sacerdotes y la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, pareció conjurarse el clima de persecución. Duraría breve tiempo. 

Las elecciones de febrero de 1936 marcan el punto de no retorno. El Gobierno Portela, presa del pánico, entrega el poder a la izquierda. Un vendaval de anarquía se extiende por España. De nuevo incendio de iglesias y centros políticos. Invasión de fincas. Amnistía a todos los implicados en la revolución de octubre. La caza del «fascista» es un deporte que enloquece al exaltado. Los centros de la CEDA incendiados a asaltados se cuentan por centenares. Raro es el casino radical, círculo tradicionalista o sede de Falange que quedan en pie. Se asaltan o queman numerosos periódicos. La atribución de las actas de diputados da lugar a verdaderos escándalos. En Cádiz y Granada se viven días de terror. 

Calvo Sotelo, en las Cortes, hace un balance de lo que fue el Frente Popular: «A partir del 16 de febrero... hasta el 2 de abril se han producido los siguientes asaltos y destrozos: en centros políticos, 58; en establecimientos públicos y privados, 72, en domicilios particulares, 33, en iglesias, 36. (Un diputado interrumpe: Muy pocos cuando no os han arrastrado a vosotros todavía). Centros políticos incendiados, 12, establecimientos públicos y privados, 45; domicilios particulares, 15; iglesias, 106, de las cuales, 56 quedaron completamente destruidas [bajo estas líneas Santa María de Elche, en el estado en que quedó el 20 de febrero de 1936]; huelgas generales, 11; tiroteos, 39'; agresiones, 65; atracos, 24; heridos, 345; muertos, 74». 

La denuncia de Calvo Sotelo no detiene los desmanes. En la mayoría de las provincias continúan incendiándose templos. Yecla bate todos los récords, 14 iglesias son incendiadas. Conforme pasan los días la violencia va in crescendo. Es ahora Gil Robles quien hace balance también en el Parlamento. Del 16 de febrero al 15 de junio: Iglesias totalmente destruidas, 160; asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos e intentos de asalto, 251; muertos, 269; heridos, 1.287... 

Y todas estas agresiones no fueron nada en comparación con las que sobrevinieron después del 18 de julio de 1936. Que la Iglesia viera el cese de la persecución como una bendición de Dios solo resultará incomprensible para aquellos que están ciegos por los prejuicios».

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